Cómo me ven los extranjeros
septiembre 4, 2012
Yusimí Rodríguez
HAVANA TIMES— Comencé a hacerme esta pregunta tres años atrás. Estaba en
el Parque Central en la Habana Vieja, a un par de metros del punto donde
mucha gente, hombres en su mayoría, se reúnen a discutir sobre baseball,
fútbol, volleyball, o la muerte de Michael Jackson en su momento.
Pasaba una pareja de turistas y me preguntaron si hablaba inglés para
que les explicara qué sucedía. Lo que para nosotros sería una animada
discusión sobre deporte, ante sus ojos era una trifulca y de un momento
a otro podía correr la sangre.
No me tomó dos minutos explicarles la realidad, en inglés. Al final me
sonrieron agradecidos y la mujer hizo algo que me sorprendió: sacó un
jabón de su cartera para obsequiármelo.
No era la primera vez que recibía un regalo de alguna persona
extranjera. En realidad, ahora que lo pienso, gran parte de mi ropa me
ha sido regalada por amigos extranjeros o cubanos que viven fuera del país.
Pero esa fue la primera vez que me sentí una mendiga muerta de hambre.
¿Por qué aquella mujer pensaba que debía regalarme un jabón?
Creo que empezó en los años noventa, durante el Período Especial, cuando
todo era salvajemente bienvenido: desde un tubo de pasta de dientes
hasta un par de zapatos.
Escuché o leí una anécdota sobre una cubana que escribió que no tenía
almohadillas sanitarias, y una europea le envió una cantidad exagerada
de paquetes. La cubana era escritora y había escrito una historia de
ficción. Ficción basada en dura realidad.
En los noventa, las cubanas usábamos pedazos de tela durante la
menstruación, y los lavábamos para volverlos a usar.
Con el fin oficial del Período…, tendríamos que haber dejado atrás
cualquier dependencia de lo que pudiera regalarnos algún extranjero.
Tendrían que haber dejado de vernos como los pobres muertos de hambre
que a duras penas sobreviven con sus salarios que deben penar para
comprarse un jabón.
Hace cuatro meses, una amiga jamaicana estaba a punto de viajar a Cuba y
me preguntó que deseaba que me trajera. Aunque pedí solo una memoria
flash, ella insistió en que le pidiera cualquier cosa que necesitara,
sin pena: ropa, zapatos, comida, jabón.
Le pregunté si haría el mismo ofrecimiento a una amiga canadiense, en
caso de viajar a Canadá. La respuesta fue sí. Una amiga canadiense
podría pedirle un tipo especial de té, especies o algo por el estilo.
¿Pero una canadiense adulta, universitaria, tendría que pedir memorias
flash, ropas, zapatos, desodorante? No tengo respuesta para eso. No sé
cómo vive una mujer adulta, universitaria en Canadá.
Cuando finalmente vi a mi amiga en el hotel donde se hospedaba, me
presentó a un grupo de amigas suyas, que para mi sorpresa, también
traían regalos para mí.
¿Cómo me sentí, ante los rostros cálidos y respetuosos de aquellas
mujeres, que sin darse cuenta, me daban una fría ducha de mi
subdesarrollo, y me despojaban de la poca dignidad que me quedaba
aquella mañana?
No había contado el pequeño detalle de que media hora antes, monté el
elevador del hotel con mi amiga, y el guardia de seguridad me hizo
sentir una criminal potencial. Quizás, esta expresión sea exagerada.
Cuando le expliqué lo que había sucedido (mi amiga ignoraba que yo no
debía subir a su habitación sin pagar o sin un permiso especial, y yo
ignoraba que quería llevarme a su habitación), el guardia fue muy
cortés. Solo llamó a su jefe como parte del procedimiento, porque las
cámaras me habían visto. El jefe también fue muy amable.
Sentirme como una criminal potencial es aún un reflejo condicionado.
Hace apenas cuatro años que los cubanos podemos entrar a los hoteles sin
sentir que nos vigilan, que estamos fuera de lugar.
Podemos incluso hospedarnos (aquellos que lo pueden costear). O sea,
oficialmente, ya no somos ciudadanos de segunda clase en nuestro propio
país. Pero cuesta trabajo acostumbrarse al nuevo estatus.
Volviendo a la pregunta: ¿Cómo me sentí ante los regalos de mi amiga y
sus amigas, mientras recordaba las veces que mis padres y todos los
adultos a mi alrededor me dijeron "estudia para que seas alguien en la
vida, para que no dependas de nadie"?
Toda mi generación se formó con esa idea. Ahora recibo artículos de
primera necesidad de manos de personas extranjeras; incluso personas de
países subdesarrollados, que no son ricas, pero pueden traerme cosas que
no puedo costear.
¿Cómo me sentí? Tremendamente agradecida. Afortunada y tremendamente
agradecida.
¿Adivinaron si acepté el jabón que me ofrecía aquella mujer de no sé que
país anglófono? Por supuesto que sí. Sofoqué mi incipiente ataque de
dignidad en cuestión de segundos. Era un lujo que no me podía permitir.
http://www.havanatimes.org/sp/?p=70805
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