Opinión
Por qué fracasarán las reformas de Raúl Castro
Carlos Alberto Montaner
Miami 18-10-2012 - 7:05 pm.
¿Qué puede hacer, realmente, si de verdad quiere ponerle fin a la penosa
improductividad de ese sistema?
Comencemos por una definición sencilla de "fracaso". Ya llegaremos a las
reformas de Raúl.
Podemos calificar como fracaso a la obtención de unos resultados muy
diferentes y notablemente inferiores a los objetivos originalmente
procurados en cualquier acción que emprendemos.
De alguna manera, ésa es la historia de la revolución cubana: una
creciente sucesión de fracasos magnificados por el desproporcionado
tamaño de los objetivos que sus gestores se habían propuesto, pero
invariablemente ocultados bajo una montaña de sofismas.
¿Cuáles eran los no siempre revelados objetivos de Fidel Castro y de su
pequeño grupo de seguidores e íntimos cómplices el 1 de enero de 1959?
Entendámoslo: aunque eran comunistas, el propósito final de Fidel, Raúl
y el Che no era transformar a Cuba en un satélite de Moscú. Ése sólo era
el medio para lograr al menos tres grandes objetivos:
Convertir a Cuba en un país próspero, industrializado y
desarrollado. Pensaban hacerlo de una manera fulminante, como anunció el
Che en Punta del Este en 1961, cuando aseguró que en una década
superarían a Estados Unidos.
Situar a la Isla en el centro de la lucha antinorteamericana y
anticapitalista, ungiendo a Fidel Castro como el líder de esa batalla en
el Tercer Mundo. Ese es el sentido mesiánico de la carta del Comandante
a Celia Sánchez del verano del 58, en la que declara que su destino es
luchar contra Estados Unidos.
Participar en el triunfo contra Washington y contra el capitalismo,
dándole a Cuba y a su líder un relevante papel internacional. Esta
visión se la explicará Fidel Castro al historiador venezolano Guillermo
Morón quien lo visita en La Habana en 1979, tras el triunfo del
sandinismo, el fortalecimiento de los No Alineados, ahora danzando bajo
la batuta de la URSS, y los éxitos en África de las tropas cubanas en
Angola y Etiopía. Fidel, pletórico de certezas, le asegura que en una
década el Caribe sería el mare nostrum cubano y él podrá pasearse
triunfalmente por Washington.
Fracaso económico
Muy pronto, en la primera mitad de los años sesenta, Fidel Castro y su
corte descubrieron que la revolución era incapaz de desarrollar al país.
Por eso, entre otras razones, el Che se marcha a pelear a África. La
frustración era excesiva.
El primer fracaso evidente fue el económico. Los sesenta fue la década
del desbarajuste total, de la inflación y del desabastecimiento,
culminada en el desastre de la Zafra de los 10 millones. Tras ese
colapso de la etapa guevarista, fundada en los incentivos morales,
sobrevino la sovietización administrativa de Cuba, periodo al que
llamaron de la "institucionalización de la revolución".
¿Por qué fracasaron en el terreno económico? Hay diversas razones, pero
estas cinco son fundamentales:
Porque los dirigentes eran una colección de revolucionarios
ignorantes y voluntariosos sin la menor experiencia laboral o
empresarial. No tenían la más remota idea de cómo se crea la riqueza o
cómo se conserva.
Porque desbandaron y lanzaron al exilio a la laboriosa clase
empresarial cubana, destruyeron el capital acumulado y desordenaron
severamente el tejido empresarial forjado a lo largo de siglos de
trabajo intenso.
Porque era una locura arrancar a Cuba del marco histórico,
económico y geopolítico en donde se había forjado el país para uncirlo a
un imperio remoto torpemente gobernado por una ideología disparatada.
Porque ese cambio de alianzas, en medio de la Guerra Fría,
acompañado de un comportamiento político agresivo, significaba un
peligroso y costoso enfrentamiento con Estados Unidos.
Porque, en suma, el colectivismo suele fracasar donde quiera que se
impone, dado que es contrario a la naturaleza humana, como me admitió
Aleksander Yakolev la tarde que, en Moscú, le pregunté por qué se había
hundido su reforma al comunismo de la URSS durante la época de la
perestroika.
En todo caso, Fidel y su corte, a partir de cobrar conciencia del
inocultable fracaso económico, eliminaron los objetivos del desarrollo y
la industrialización, refugiándose en supuestos logros sociales: niños
nacidos vivos, niveles de escolaridad, acceso a cuidados de salud y
triunfos deportivos.
La batalla por desarrollar a Cuba se trasladaba a una discusión
estadística bizantina donde el régimen de los Castro intentaba
justificar la dictadura eligiendo arbitrariamente ciertas dudosas
informaciones estadísticas (casi todas ellas desmentidas por los
estudios de Carmelo Mesa Lago) donde comparaban los "logros de la
revolución" con lo que sucede en Holanda o Bélgica.
Objetivamente, el país se estaba (y está) cayendo a pedazos por la
terrible improductividad del sistema y la incapacidad casi asombrosa de
sus gerentes, pero se les exige a todos, dentro y fuera de Cuba, que se
juzgue a la revolución por el número de analfabetos o por informaciones
sanitarias sesgadas, ignorando deliberadamente que, juzgada por esos
mismos parámetros, la Cuba prerrevolucionaria hubiera sido catalogada
como un país del primer mundo, como puede confirmar cualquiera que se
asome al aséptico Atlas Económico publicado por Ginsburg antes del
triunfo de la revolución.
Pero Fidel Castro, inasequible al desaliento revolucionario, dado que no
tenía respuestas, cambió las preguntas: a partir de cierto momento,
proclamará las virtudes de la frugalidad y el no-consumismo frente al
grosero comportamiento de los países capitalistas. A partir de su
fracaso, desapareció el desarrollista y compareció el anacoreta.
El objetivo ya no era enriquecer a los cubanos para que vivieran
confortablemente, sino disfrutar de las ventajas morales de la pobreza.
A todas éstas, él, que disfrutaba de yates, cotos de caza, y medio
centenar de viviendas suntuosas, desmentía con su estilo de vida lo que
predica en todas las tribunas, como sucedía con los comandantes
históricos Guillermo García o Ramiro Valdés.
No obstante, el cambio en los objetivos económicos no quiere decir, sin
embargo, que cancela los otros objetivos políticos. Por el contrario,
los reforzará. Cuba se convertirá en la filosa punta de lanza de la
conquista planetaria, proclamando paladinamente su derecho irrestricto a
practicar el internacionalismo revolucionario, dado que el deber de cada
revolucionario, de acuerdo con la doctrina, es, precisamente, hacer la
revolución donde quiera que se necesite.
Durante treinta años Cuba organiza, adiestra, protege y ayuda de
diversas maneras a guerrilleros y terroristas de medio planeta, desde El
Chacal hasta las FARC, o utiliza a sus propios soldados en
prolongadísimas guerras africanas que comienzan en el Magreb, en los
años sesenta, peleando contra Marruecos, y luego siguen en Angola y
Etiopía en la siguiénte década. Su última y más audaz hazaña, como contó
Jesús Renzolí, el exembajador provisional de Cuba en la URSS que deserta
a partir de esos hechos, es colaborar con los golpistas que en la URSS
intentan desalojar del poder a Gorbachov. En esa aventura serán aliados
del general Nikolai Sergeyevich Leonov, segundo hombre del KGB y viejo
amigo de los Castro y del Che Guevara desde los años cincuenta, cuando
comenzaron la fascinación y el vínculo castrista con Moscú.
Fracaso político e ideológico
La llegada de la perestoika, el derribo del Muro de Berlín y la
desaparición de la URSS, del bloque socialista y del marxismo-leninismo
como referencia ideológica razonable, hicieron fracasar los objetivos
políticos e históricos de la revolución cubana.
Pero, de la misma manera que en los sesenta, Fidel Castro y su camarilla
cambiaron los objetivos económicos, a partir de los noventa, a
regañadientes, cambiaron los objetivos políticos e ideológicos para
justificar la estancia en el poder del mismo núcleo gobernante.
Modifican la Constitución de 1976, reclaman el nacionalismo como fuente
primigenia de inspiración revolucionaria, buscan su filiación en los
mambises y declaran que el objetivo es salvar a la nación cubana de un
zarpazo imperial norteamericano. De paso, anacrónica y abusivamente
desempolvan a José Martí, un liberal decimonónico que amaba la libertad,
y le asignan la responsabilidad ideológica final de una revolución
totalitaria.
Como han desaparecido la URSS y el marxismo leninismo, ya no es posible
insistir en la conquista del planeta para implantar la justicia
revolucionaria. Ahora la coartada de la revolución será otra:
presentarse como víctimas del embargo y del acoso estadounidense, y
salvar a la nación cubana de la voracidad imperial de Washington. Según
el nuevo discurso revolucionario, solo la unidad tras el líder y el
Partido son capaces de preservar a Cuba como una entidad soberana.
Nadie se pregunta por qué veinte naciones latinoamericanas pueden
ejercer su soberanía, e incluso ejercer diversas formas de
antiyanquismo, sin necesidad de recurrir a la dictadura unipartidista
como forma de organización.
Por otra parte, inventan una nueva variante económica del comunismo: el
Capitalismo Mixto de Estado. El Gobierno se asocia a empresarios
extranjeros para explotar la mano de obra cubana en empresas
público-privadas.
Simultáneamente, y dentro del mismo espíritu de Estado-Patrón, pero más
cerca del esquema de los negreros de la época esclavista, el Gobierno
cubano arrienda grandes cantidades de trabajadores a los países
extranjeros que pueden pagarlos. La mayor parte son profesionales de la
sanidad, pero hay también entrenadores deportivos y toda clase de
especialistas.
Es el Periodo Especial y todo vale para sostener a la dinastía familiar
de los Castro. Incluso, tratan tibiamente de alejarse del colectivismo y
convierten las Granjas del Pueblo, verdaderas comunas asombrosamente
improductivas, en cooperativas agrícolas. Esto ocurre en 1993 y,
naturalmente, fracasa, entre otras razones, como señala el economista
Oscar Espinosa Chepe, porque continúan planificando y dirigiendo
burocráticamente la producción y el consumo.
Y en eso llegó Hugo Chávez
Esa cháchara neoestalinista perdura hasta la aparición de Hugo Chávez en
el panorama. El venezolano llega a Cuba con los bolsillos repletos de
petrodólares y el encefalograma ideológico totalmente plano, aunque
todavía fértil.
Fidel, rápidamente, lo esquilma y lo fecunda. Primero, lo libera de las
prédicas islamo-fascistas de Norberto Ceresole, un argentino peronista
que había convencido al pintoresco bolivariano de las virtudes del
modelo libio y de la verdad profunda del Libro Verde atribuido a Gadafi,
suma y compendio de la Tercera Teoría Universal, versión renovada y
pasada por el desierto de la "tercera posición" propuesta por Juan
Domingo Perón varias décadas antes.
En segundo lugar, dota al Socialismo del Siglo XXI proclamado por Chávez
de una visión y de una misión. La visión es muy clara: el eje La
Habana-Caracas será el representante de los pueblos oprimidos del
planeta. De donde se deduce la misión: sustituir a los traidores
soviéticos y luchar contra el imperialismo y el capitalismo hasta la
victoria final.
Los dos personajes, parecidos en la excentricidad y el disparate,
coinciden y comienzan a estudiar la unión de ambos países. Como se
sienten tan bien uno con el otro, deducen que Cuba y Venezuela pueden
integrarse en una misma entidad. Al fin y al cabo, ¿no son ellos la
encarnación de sus respectivos países? Carlos Lage y Felipe Pérez Roque,
entonces delfines de Fidel, lo anuncian a media lengua fines del año 2005.
Estos sueños, en los que no falta una dosis de puerilidad y
voluntarismo, se hunden en el verano del 2006. Fidel se enferma
gravemente y debe traspasarle la autoridad a su hermano Raúl.
Raúl hereda el poder y una economía en ruinas. Es más pragmático que su
hermano y quiere acelerar los cambios para aumentar la productividad.
Probablemente, no comparte la visión mesiánica de Fidel y de Chávez, ni
a estas alturas cree en la misión de salvar al planeta de la voracidad
del imperialismo, pero esos son los bueyes discursivos con que le ha
tocado arar y no se aparta del grandioso guión que su megalomaníaco
hermano le ha dejado escrito.
Se propone, eso sí, rescatar la catastrófica economía que heredó de
Fidel. ¿Cómo? Con medidas que parecen sacadas de un plan que, en su
momento, lo deslumbró, y luego, públicamente, rechazó: la Perestroika de
Gorbachov.
La Prestroika se fundaba en la renovación de los cuadros del partido con
el propósito de atraer a los más jóvenes e idealistas, descentralizar la
autoridad y los mecanismos de toma de decisiones, aumentar el perímetro
de las actividades económicas privadas, mejorar la gerencia del país con
técnicas del mundo capitalista y combatir la corrupción y los
privilegios de la nomenklatura.
En los ochenta, cuando Raúl leyó el libro de Gorbachov titulado
Perestroika, quedó convencido de que, a la escala diminuta de la Isla,
los males que afectaban a la URSS eran los mismos que aquejaban a Cuba,
de manera que los remedios debían ser los mismos. Hizo traducir el libro
del ruso al español, tarea que le encargó a su entonces secretario en
las fuerzas armadas, el mencionado oficial Jesús Renzolí, y se lo regaló
a los oficiales de las Fuerzas Armadas.
Cuando Fidel se enteró, montó en cólera, le exigió recoger la edición y
lo regañó severamente, como cuenta su también exsecretario Alcibíades
Hidalgo, un periodista especialmente sagaz hoy exiliado en Estados
Unidos que llegó a ser representante de Cuba en Naciones Unidas y
miembro del Comité Central.
En todo caso, llamándole de otra manera, lineamientos, o sin siquiera
mencionar a sus pretendidas reformas, Raúl, cuando le tocó gobernar,
puso en marcha unos cambios que, supuestamente, le devolverían el pulso
a la moribunda economía cubana sin abandonar el unipartidismo, la
planificación económica y el rol de la clase dirigente.
Todo eso está condenado al fracaso. ¿Por qué? Al margen de la necesidad
de libertad que tienen todos los seres humanos para alcanzar algún grado
de felicidad, fracasará al menos por siete razones, algunas de las
cuales he apuntado en otros papeles:
Sin una moneda fuerte que mantenga su valor y poder adquisitivo
para realizar las transacciones comerciales, es casi inútil intentar
superar la situación en la que se encuentra el país. Cuba tiene al menos
dos monedas. Una mala, con la que se les paga a los trabajadores, y otra
buena, en la que se les vende todo lo que vale la pena adquirir. Esa
práctica es lo más parecido a una estafa continuada de cuantas puede
practicar un Estado.
Sin propiedad ni empresa privada no hay desarrollo. En Cuba la
reforma de Raúl no consiste en devolverle a la Sociedad Civil la
posibilidad de crear empresas que generen beneficios y crezcan, base del
desarrollo capitalista en Suiza o en China, sino autorizan el
surgimiento de unos pequeños timbiriches o chiringuitos, como les llaman
en España a estas microentidades, bajo la estricta vigilancia de
funcionarios implacables, sin otro objeto que el de absorber la mano de
obra improductiva que existe en el sector público y, de paso, cobrarles
altos impuestos.
Sin un sistema de precios regidos por la oferta y la demanda es
imposible asignar eficazmente los recursos disponibles. La planificación
centralizada a cargo de los técnicos del Estado es un desastroso camelo.
Esto no es un caprichoso dogma ideológico sino una observación
confirmada en el mundo real.
Nadie tiene toda la información para poder
dirigir una economía compleja. Los precios son el lenguaje en que la
sociedad expresa sus necesidades y preferencias. No hay modo de
sustituir eficientemente ese mecanismo.
Sin competencia no hay manera de aumentar y mejorar la producción y
la productividad. El ejemplo se ha utilizado mil veces: la razón por la
que los ingenieros alemanes en Occidente fabricaban Mercedes Benz,
mientras los de Oriente debían conformarse con los Trabant, era la
existencia en Occidente de la competencia.
Pero competencia significa libertad económica para investigar,
invertir, innovar, asociarse. Nada de eso es posible en la encorsetada
economía cubana. Sin libertad económica y reglas claras que faciliten la
creación de empresas, obstaculicen la corrupción y premien el ahorro y
la inversión local y extranjera, jamás se generará de forma sistemática
de riqueza.
Sin un ordenamiento jurídico, un poder judicial eficaz, equitativo
e independiente que resuelva los conflictos, castigue a los culpables,
proteja los derechos de las personas y dé seguridades, no se sostiene
una sociedad próspera. Las economías exitosas son las de sociedades que
se guían por reglas administradas por personas independientes, no por
ideólogos o por partidos. La independencia del Poder Judicial no es un
capricho. Es una necesidad de cualquier sociedad basada en reglas justas
y equitativas.
Sin transparencia ni rendición de cuenta de los actos de Gobierno,
sin funcionarios colocados bajo la autoridad de la ley, guiados por la
meritocracia y legitimados en elecciones periódicas entre opciones
diferentes, tampoco se alcanzan cotas decentes de desarrollo. Una de las
razones que explican el fracaso del comunismo cubano —al margen del
carácter erróneo del marxismo como planteamiento teórico, lo que lo
invalida de raíz—, es que durante más de medio siglo quienes cometían
los errores y los horrores eran los mismos que juzgaban los hechos.
¿Qué puede hacer, realmente, Raúl Castro, si de verdad quiere ponerle
fin a la penosa improductividad de ese sistema? Tal vez, reconocer algo
que apuntó hace muchos años el dirigente comunista
yugoslavo-montenegrino, y luego disidente antiestalinista, Milovan
Djilas: ese tipo de régimen no es salvable. Hay que echarlo abajo y
sustituirlo por un modelo que funcione, y el más acreditado es la
democracia liberal acompañada de la economía de mercado que va poco a
poco implantándose en el planeta desde fines del siglo XVIII y hoy rige
en las treinta naciones más desarrolladas del mundo.
La ilusión de crear un sistema fundamentalmente estatista y
monopartidista que sea, al mismo tiempo, productivo, es una quimera.
China, aunque todavía es una dictadura unipartidista, ya ha dejado de
ser comunista y lo probable es que, eventualmente, deje de ser
unipartidista, como previamente sucedió en Taiwán.
Llega un punto en que las personas, incluso en sociedades con escasa
tradición democrática, reclaman libertades. En Cuba hace mucho tiempo
que esa hora ya ha llegado.
Finalmente, sería impropio terminar estas líneas sin una referencia a la
tímida reforma migratoria anunciada esta semana por el régimen de Raúl
Castro.
Sin duda, es algo positivo, porque abarata las gestiones y elimina
ciertos trámites absurdos a los que se veían obligados los cubanos que
querían salir del país. Pero la actitud del Gobierno permanece intacta:
el Estado sigue siendo el dueño de los ciudadanos y a él le corresponde
decidir quién puede salir y quien debe quedarse.
De ahora en adelante, el filtro no será un permiso de salida, sino la
posesión de un pasaporte adecuado para viajar, de manera que los
demócratas de la oposición, los médicos, los catedráticos y quienes
arbitrariamente decida el Gobierno, no podrán trasladarse fuera del país
aunque posean catorce visas, como en el pasado le ha sucedido a Yoani
Sánchez.
En Cuba, simplemente, no se reconoce la libertad de movimiento, uno de
los Derechos Humanos consagrados por Naciones Unidas.
En Cuba el movimiento es un privilegio otorgado por el Estado en función
de criterios políticos. Eso llega al extremo de que ni siquiera los
cubanos pueden elegir dentro de Cuba el lugar donde desean vivir.
Para la dictadura, sin embargo, esa actitud tendrá un costo. Todas las
personas privadas del privilegio de poder viajar al extranjero se
sentirán víctimas de un agravio comparativo y tendrán más razones para
detestar a quienes les causan ese daño.
En suma, la mínima reforma migratoria emprendida por el régimen tiene un
costo para el raulismo. Unos lo verán como algo que les pertenecía y el
Gobierno les negaba cruelmente. Otros pensarán que la dictadura los
penaliza por ser estudiosos y valiosos.
Vuelvo a la conclusion de Milovan Djilas: esos regímenes no son
modificables. Hay que sustituirlos. Pacíficamente, pero hay que
sustituirlos.
Texto de la conferencia pronunciada en el Instituto de Estudios Cubanos
y Cubano-Americanos, Universidad de Miami, Coral Gables, el 17 de
octubre de 2012. Se reproduce con autorización del autor
http://www.diariodecuba.com/opinion/13557-por-que-fracasaran-las-reformas-de-raul-castro
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