Historia
Cuba y el antiamericanismo. 1951-1969
Carlos Granés
Madrid 21-07-2012 - 10:49 am.
Mailer, Sontag, Wright Mills: la revolución de 1959 vista por
intelectuales estadounidenses. Un capítulo del libro 'El puño invisible.
Arte, revolución y un siglo de cambios culturales', Premio Internacional
de Ensayo Isabel Polanco 2011.
Muchos intelectuales y artistas norteamericanos sintieron que la vida se
regeneraba en la isla caribeña. El inapelable magnetismo que ejerció la
improbable victoria de los revolucionarios cubanos, forzó comparaciones
entre la lucha entablada en La Habana y la revuelta de los jóvenes
apolíticos que se reunía a oír jazz y fumar marihuana en los principales
centros urbanos de EE UU. Aunque el abismo que separaba las actitudes
hedonistas y lúdicas de la naciente contracultura americana del
ascetismo e inflexibilidad de los barbudos verde olivo era
infranqueable, los jóvenes primermundistas sintieron que la revolución
tercermundista tenía algo que ver con ellos.
El 27 de abril de 1961, Norman Mailer publicó su Carta abierta a JFK y
Fidel Castro en The Village Voice, en la que vaticinaba que Estados
Unidos, gracias al ejemplo heroico de los rebeldes cubanos, no tardaría
en ver emerger una turba sediciosa dispuesta a derrocar el tiránico
poder que mantenía al sistema en pie. "Ha habido un nuevo espíritu en
América desde que entraste en la Habana",[1] le decía Mailer a Castro.
Deslumbrado por la temeraria gesta que emprendió en 1956, desembarcando
en Niquero con tan solo 82 hombres dispuestos a enfrentar a un ejército
de 30.000, lo llamaba el mayor héroe surgido desde la Segunda Guerra
Mundial. Aquel heroísmo era turbulento y contagioso. "Como Bolívar",
continuaba el escritor, "estabas enviando el viento de una nueva
rebelión a nuestros pulmones. […] Estabas ayudando a nuestra guerra."[2]
En efecto, Estados Unidos estaba en guerra contra un letal enemigo que
no apresaba los cuerpos sino que mataba el espíritu. "Hemos tenido una
tiranía aquí", afirmaba Mailer, "que no tenía las características de la
de Batista; era una tiranía que se respiraba pero que no podíamos
definir; se sentía nada menos que como la muerte lenta de nuestras
mejores posibilidades, como una tensión que no podíamos nombrar,
resultado de la suma de nuestras frustraciones."[3]
Las palabras del escritor daban a entender que los jóvenes
norteamericanos estaban desahuciados, sumidos en la apatía y la falta de
idealismo, reconfortados única e ilusoriamente por las eternas noches de
borrachera. Tanto ellos como los intelectuales necesitaban un
tonificante espiritual, justo lo que les había dado Castro, munición
psicológica para luchar contra las corporaciones, los medios de
comunicación, el clero, la policía, los políticos, los editores… "el
frío e insidioso cáncer del poder que nos gobierna".[4]
Pero ¿cómo se iban a rebelar los jóvenes norteamericanos? Quienes
viajaron por esas fechas a la Isla, volvían con la sensibilidad a flor
de piel, ilusionados con la posibilidad de una sociedad distinta y
desilusionados con la falta de emoción y heroísmo, el vacío espiritual y
el trabajo rutinario y tedioso que ofrecía su propia sociedad. Aunque
era improbable replicar en suelo estadounidense las hazañas de Sierra
Maestra, algo se podía hacer para salvar el alma de los jóvenes. Susan
Sontag fue una de las intelectuales que más se insistió en este tema. Su
conclusión, después de pasar por Cuba, fue que "en una cultura que se
juzga inorgánica, muerta, coercitiva, autoritaria, estar vivo se
convierte en un gesto revolucionario."[5]
Eso significaba que en su país natal los estilos de vida alternativos,
la excentricidad existencial y los momentos de éxtasis eran
revolucionarios, pues iban en contra de todo lo que representaba el
sistema americano. De ahí a decir que lo personal era lo político, el
lema que luego haría suyo la Kommune 1 en Alemania, había solo un paso.
Mientras los empleados de IBM, General Motors, el Pentágono y la United
Fruit eran muertos vivientes, sometidos por un sistema totalitario, los
jóvenes que no se dejaban co-optar y renunciaban al sistema educativo,
experimentaban con las drogas o se entregaban a las sensaciones
hedonistas ofrecidas por la música y el sexo, tenían vidas intensas y
apasionadas. Estar vivo era sinónimo de cultivar una individualidad
prometeica, sincera, real, no envenenada por las miserias de la vida
norteamericana. Y no solo eso, también era una forma de hacer la revolución.
"Atacar el sistema es hacer algo para uno mismo, para mi yo
auténtico",[6] apuntalaba Sontag. Esta frase expresaba la más radical
propuesta de la Nueva Izquierda y su más flagrante contradicción. La
transformación de la sociedad no pasaba por involucrarse en la política
ni en los problemas públicos, sino fomentando el más radical
individualismo. Max Stirner, autor de El único y su propiedad, volvía a
asomar su cabeza. Tanto en Europa como en EE UU, el placer, la euforia,
la autoexpresión y el abandono de lo público para ir en busca de un
refugio interior, un yo auténtico, un yo prístino, se convirtió en la
manera de hacer la revolución social. Los cubanos, los mexicanos, los
chinos y los vietnamitas eran maestros que guiaban en ese viaje interior.
No deja de ser curioso que una lúcida intelectual como Sontag haya
considerado que para hacer la revolución en EE UU se debía desertar de
las aulas —fábricas de trabajadores dóciles— y consumir drogas que
disminuyeran la claridad, la eficacia y la productividad. No cabe duda
de que un escuadrón de jóvenes hedonistas, con la piel
hipersensibilizada debido al sexo y los sentidos hiperestimulados por
las drogas psicodélicas, era poco apto como mano de obra barata de las
Corporaciones, ese gran enemigo de los radicales norteamericanos. Pero
tampoco era garantía de un cambio social que solucionara los problemas
de desigualdad e injusticia, ni mucho menos los que tenían que ver con
proyectarse hacia el futuro como comunidad. Solo en una época de
hiperabundancia, donde las preocupaciones no eran materiales sino
espirituales, se podía esperar que una generación de jóvenes con los
sentidos nublados y la cabeza asaltada por mil placeres señalara el
horizonte hacia el cual debía dirigirse la sociedad.
No es extraño que hubiera sido Sontag, precisamente, la que defendiera
las actitudes dadaístas y surrealistas como fórmula secreta para
debilitar al sistema norteamericano. Hacia 1966, año en que publicó su
influyente Contra la interpretación, difícilmente había en Nueva York
alguien más familiarizado con la cultura y las vanguardias francesas
como ella. A través de Sontag, la fuerza de la transgresión surrealista
cobró nuevo aire. Se adaptó al contexto norteamericano y desplegó las
armas de lo irracional y lo azaroso para atacar lo que más odiaban los
jóvenes insatisfechos: la masa, la homogeneidad, la normalidad; el gran
marco uniformador del estilo de vida americano. El disparate
vanguardista permitía dar una nueva vuelta de tuerca al problema de la
autenticidad. Si el sistema era artificial, una forma de resistirse a él
era la naturalidad; era siendo flexible, relajado, laid-back; era
haciendo happenings improvisados y autoexpresivos donde se dejaba salir
todo lo que había adentro sin censuras ni los filtros de la convención.
Lo que sí resultaba extraño era que Sontag, al tiempo que escribía estas
reflexiones sobre la rebelión contracultural estadounidense, hubiera
caído hechizada por la Revolución Cubana.
Es extraño porque la revolución que vio en la isla caribeña en 1969 era
muy distinta a la rebeldía contracultural de su país. En Cuba sintió
energía, vitalidad y el fervor de unos jóvenes capaces de trabajar día y
noche sin descanso, lo cual, desde luego, daba ilusión a alguien que
venía de una cultura que consideraba agonizante. Pero Sontag también vio
rigidez, disciplina, puritanismo revolucionario, moralización de las
conductas públicas —pelo corto, eliminación de la pornografía, encierro
de homosexuales— y erosión de la individualidad en favor del orden
colectivo. Tan llamativa era la diferencia entre las actitudes de la
Nueva Izquierda norteamericana y las de los líderes cubanos, que Sontag
no tuvo más remedio que urdir una compleja explicación que las justificara.
Según ella, la discrepancia se debía a que Cuba era un país
subdesarrollado. Una pequeña isla del Tercer Mundo necesitaba
disciplina, esfuerzo y productividad para salir de la pobreza. Todo lo
contrario que EE UU, donde se necesitaba hedonismo, rebeldía dadaísta y
estilos de vida transgresores que frenaran una sobreproducción que
infectaba al país entero con mercancías superfluas e innecesarias. Las
dos revoluciones, la cubana y la estadounidense, se desarrollaban
siguiendo las necesidades y particularidades de cada sociedad. En Cuba
se intentaba crear una conciencia; en EE UU se intentaba desmantelar las
estructuras represoras, inculcadas por los padres y la sociedad, con
experiencias psicodélicas, psicoanálisis, estilos de vida más simples,
neo-primitivismo, espontaneidad; en definitiva, con el conjunto de
actitudes que habían llevado al arte norteamericano —jazz, expresionismo
abstracto, literatura beat— a sus cuotas más alta de creatividad.
Sontag trató de justificar la rigidez del sistema cubano justo cuando la
desconfianza en las promesas de la revolución empezaba a rondar a muchos
intelectuales. En el artículo que escribió tras su visita a la Isla,
Sontag mencionaba los ataques por parte del Gobierno al poeta Heberto
Padilla. Aunque era un síntoma preocupante, le parecía poco plausible
que el régimen tomara una deriva autoritaria. El tiempo, sin embargo, le
demostraría que su percepción estaba equivocada, y dos años más tarde
ocurriría lo que en su visita de 1969 le pareció improbable: Padilla fue
encarcelado, acusado de haber colado pasajes contrarrevolucionarios en
su poemario Fuera del Juego, y sometido a una farsa judicial que
debilitó las ilusiones puestas en la utopía caribeña.
Sontag fue una de las primeras en notar el cambio, y no le tembló el
pulso para estampar su firma en la carta que Mario Vargas Llosa envió a
Castro protestando por la humillación pública a la que se sometió a
Padilla. Luego siguió criticando vehementemente la falta de libertad en
Cuba hasta su muerte, e incluso en 2003, en plena Feria del Libro de
Bogotá, denunció a García Márquez por su ciega y servil complacencia con
el régimen de Castro.
El peregrinaje a Cuba fue una constante entre los intelectuales del
Primer Mundo. Sontag, el poeta negro LeRoi Jones y los demás escritores
que regresaban de la Isla con el sabor de la ambrosía en los labios,
creían reencontrar fuentes de vitalidad extintas en sus países
desarrollados. La gran diferencia entre EE UU y Cuba era que allá, por
muy duro que fuera el trabajo, por interminables que fueran las
jornadas, por penosos que fueran los sacrificios, cuanto se hacía tenía
sentido. El esfuerzo estaba justificado porque las energías se
canalizaban hacia un fin superior, hacia una meta que llenaba de orgullo
y esperanza y, lo más importante, daba plenitud espiritual.
En EE UU ocurría exactamente lo contrario. La seguridad económica de los
años de bonanza había desecado el alma. Se vivía en medio del confort
con la permanente sospecha de que la vida, al menos la vida verdadera,
podía ser mucho más que eso: aventura, emociones, pasiones, todo aquello
que parecía latir más allá del horario de oficina y los confortables
suburbios norteamericanos.
Quien más ayudó a difundir la idea de que la nueva clase trabajadora
norteamericana —la white collar— llevaba una existencia que se debatía
entre las comodidades ofrecidas por la tecnología y las terribles
frustraciones e insatisfacciones generadas por la monotonía y la falta
de aspiraciones, fue el sociólogo Charles Wright Mills, otro de los
padres de la Nueva Izquierda estadounidense. Durante la década de 1950,
Wright Mills publicó un influyente libro que desgranaban las condiciones
laborales de la nueva clase media americana, y otro que mostraba cómo
las corporaciones, los complejos militares y los políticos habían
conformado nuevas camarillas de poder. Luego, en 1960, ilusionado con la
primera revolución que triunfaba en el continente americano, viajó a
Cuba y fue uno de los pocos privilegiados que pudo compartir tres días,
cada uno de dieciocho horas, con Fidel Castro, quien personalmente lo
instruyó en todos los pormenores de la revolución y los proyectos para
el esperanzador futuro de Cuba.
No es de extrañar que Wright Mills, el sociólogo norteamericano más
influyente de la segunda mitad del siglo XX, fundara su prestigio
investigando los cambios sociales y económicos que deslumbraron y
frustraron a las generaciones de los cincuenta y sesenta. En White
Collar: The American Middle Class, publicado en 1951, hacía un minucioso
análisis del nuevo especimen que inundaba las grandes compañías y los
grandes almacenes que empezaban a funcionar a todo gas durante la
posguerra. Estos empleados de cuello blanco, columna vertebral de la
nueva clase media americana, recibían salarios más que decentes, podían
acceder a un estilo de vida confortable, adornado, además, con nuevos
artículos que aliviaban las fatigosas labores domésticas, pero a cambio
debían sacrificar sus vidas en labores mediocres y tediosas. Y no solo
eso, había algo mucho peor. La nueva cultura empresarial obligaba al
trabajador de cuello blanco a fingir simpatía, interés y cordialidad en
todo momento, hasta el punto en que la palabra que mejor describía su
conducta era falsedad.
Una falsa sonrisa adornaba su rostro desde que fichaba hasta que se iba,
unos falsos modales moldeaban un cuerpo cortés y servicial, una falsa
consideración hacía creer que estaba dispuestos a plegarse a cualquier
demanda del cliente: todo hacía parte de un nuevo disfraz existencial
con el que se firmaban contratos y cerraban ventas, mientras el
verdadero yo, el auténtico, el que odiaba a los jefes, despreciaba a los
clientes y quería prender fuego a las compañías, se minimizaba en el
interior de un caparazón artificial hasta desaparecer.
El mismo año en que Castro desembarcó en Niquero, el sociólogo publicó
La élite del poder, otro estudio que mostraba las alianzas entre unas
200 o 300 grandes compañías con el poder político centralizado y el
orden militar. Según Wright Mills, desde la Segunda Guerra Mundial la
economía se había politizado, y cada vez dependía más de las
instituciones y arbitrajes militares. Este reducido círculo del poder
estaba tomando decisiones que afectaban a toda la nación.
Se habían lanzado bombas A sobre Japón, se había intervenido en la
guerra de Corea, por poco se reproduce un desastre nuclear durante la
primera crisis del Estrecho de Taiwán, ¿y quién estaba detrás de todas
estos acontecimientos? Pequeños grupos que habían amasado suficiente
poder para dar saltos de tal envergadura sin consultar a la opinión
pública. Como si esto fuera poco, la vida norteamericana se había
mercantilizado por completo. Todos los miembros de la sociedad, por el
mero hecho de serlo, se inscribían en una competencia cuyo premio era la
riqueza. ¿Que el dinero no daba la felicidad? ¿Que incluso los ricos
padecían frustraciones e insatisfacciones existenciales? Tonterías. La
sociedad había encarrilado a sus miembros en una carrera donde la
riqueza no solo garantizaba la felicidad, sino la libertad.
"En la sociedad norteamericana el hacer lo que se quiere, cuando se
quiere y como se quiere, exige dinero. El dinero da el poder, y el poder
da la libertad",[7] sentenciaba Wright Mills con desencanto. El
sociólogo creía que los ideales de su país habían sido traicionados, y
que la lucha del emprendedor por conquistar mercados, truncada por el
monopolio de las grandes corporaciones, era un claro ejemplo.
Los problemas no se limitaban solo a los nuevos poderes civiles. Los
militares, que hasta la Segunda Guerra Mundial no habían tenido
ascendencia sobre el poder político, acababan de construir el Pentágono
y empezaban a participar activamente en el diseño de las políticas de
Washington y en el ejercicio económico del país. Como si fuera poco, la
reciente consolidación de una sociedad de masas, adiestrada por unos
medios de comunicación manipuladores, era el escenario donde grupos de
interés, repartidos entre las corporaciones, el ejército y el poder
político, luchaban por imponer sus prerrogativas.
Las ideas habían dado paso al interés, y la carencia de una ideología en
los gobernantes se disfrazaba con un pragmatismo pusilánime. Bajo el
lema de la practicidad, cualquiera podía venderle cualquier cosa a la
masa. Para Wright Mills, estas estrategias del poderoso para justificar
decisiones arbitrarias constituían "la inmoralidad mayor".
A pesar del éxito económico, EE UU se encontraba en pleno declive, con
instituciones corroídas, una sociedad embrutecida y trabajadores de
cuello blanco alienados. Los viejos valores y los códigos de rectitud
habían sido reemplazados por el nuevo valor absoluto, el dinero, y así,
con el terreno despejado, emergía el nuevo rey de la sabana: el cínico
de "personalidad eficaz", que irradiaba confianza en sí mismo y se
desentendía por completo del sentido de la moral y de las virtudes
públicas. Hacer carrera en la élite del poder, sentenciaba Wright Mills,
suponía hacer creer a los demás, y también a sí mismo, que uno era "lo
contrario de lo que en realidad es".[8] Nada raro que la búsqueda de la
autenticidad se convirtiera en una de las grandes obsesiones de los
jóvenes de los sesenta que renunciaron a estos ideales.
Al igual que los otros intelectuales mencionados, Wright Mills encontró
en la revolución cubana la euforia y la vitalidad desterradas de las
banales existencias norteamericanas. Su estadía en Cuba, en agosto de
1960, lo llenó de historias, anécdotas, datos e imágenes, que quiso
volcar sobre el papel para que sus compatriotas norteamericanos
entendieran de una buena vez qué estaba ocurriendo realmente en Cuba. En
pocas semanas escribió un librito de casi doscientas páginas, al que
bautizó con el punzante título de Listen, Yankee y que, al poco tiempo,
se convirtió en best seller. En él, con tono pendenciero, lanzaba un
mensaje claro al público norteamericano: ustedes, yankees, sepan que
todo lo que han oído o leído sobre Cuba es falso. Lo ocurrido en la Isla
nada tiene que ver con la Unión Soviética ni con el comunismo. Lo que
intelectuales y revolucionarios tratan de hacer a la sombra de los
cocoteros y los cañaverales es recobrar la libertad, la libertad que
ustedes, yankees, usurparon al pueblo cubano entablando una sucia
connivencia con los monopolios azucareros, el turismo prostibulario y la
dictadura de Fulgencio Batista.
Lo más notorio del libro es el punto de vista desde el que está contado.
Wright Mills alterna entre la tercera y la primera persona del plural,
asumiendo la perspectiva de los revolucionarios cubanos. Es decir,
escribe como si también él fuera un cubano hastiado de la opresión
norteamericana, que lanza una advertencia a su hostil vecino: si la
política del saqueo de EE UU no cambia, dentro de poco el poderoso país
del Norte no solo tendrá una, sino diez, quince, veinte Cubas repartidas
por todo el continente latinoamericano. 180 millones de personas, hartas
de la violencia estadounidense, están dispuestas a enfrentarse al poder
imperialista porque a pesar de la cercanía geográfica, Cuba no se
considera próxima a EE UU o a la civilización occidental; Cuba no
pertenece a ese mundo sino a la civilización de los hambrientos, y sus
hermanos no son los rubios monopolistas que se habían apropiado de las
plantaciones, sino los africanos, los asiáticos y los latinoamericanos.
"¿Qué significa Cuba?", se preguntaba Wright Mills. Y enseguida
contestaba: "Significa otra oportunidad para ustedes".[9] Los yankees
cínicos, conformistas o alienados que él mismo, en sus libros, había
estudiado con la meticulosidad de un entomólogo, tenían la oportunidad
de salvar sus almas si observaban con atención a lo que ocurría en Cuba.
La Isla reflejaba mejor que cualquier otro caso las relaciones abusivas
que la superpotencia, con su política imperial, había establecido con el
Tercer Mundo. Si se analizaba la historia de las relaciones
binacionales, se podía ver que desde el Manifiesto de Ostende, redactado
en secreto en 1854, EE UU se proponía adueñarse, mediante el pago de
dinero a España o el asalto bélico, de Cuba. En el siglo XIX pretendía
formar un nuevo estado esclavista, en el XX una colonia de mano de obra
barata que supliera las demandas de los monopolios. Esta cadena
ininterrumpida de abusos había pasado inadvertida para la población
norteamericana, pero no por más tiempo. La revolución cubana obligaba a
abrir los ojos. Ya no podían seguir pretendiendo que nada ocurría.
La erosión interna de los valores y los ideales se traducía en un
comportamiento despiadadamente agresivo e interesado hacia fuera. Había
miseria y violencia en el Tercer Mundo, y el causante era el
imperialismo estadounidense. Sus compañías se llevaban las riquezas, y
sus gobiernos, a cambio, dejaban armas con las que el gobierno local
silenciaba las voces disidentes. ¿Cómo se podía tolerar esa situación?
¿Cómo no sentirse humillado y sucio al ver lo que se hacía en nombre del
ciudadano estadounidense?
Listen, Yankee, escrito desde el lado cubano, ponía a Wright Mills del
lado de los buenos. Con ese gesto inauguraba una nueva tendencia en la
Nueva Izquierda norteamericana, la de no sentirse yankee, la de profesar
un furibundo antiamericanismo, la de identificarse con los oprimidos del
mundo y culpar, en ocasiones de manera ingenua o injustificada, a los EE
UU por todos los males de la humanidad.
Viniendo de un país contaminado por el dinero, el consumo, el
mercantilismo, el cinismo y el poder, estos esfuerzos eran síntoma de
una búsqueda más profunda, más vital. Como Jack Kerouac, como LeRoi
Jones, lo que intelectuales como Wright Mills buscaban era pureza. La
manera de desprenderse de la inmundicia estadounidense era volcando los
afectos hacia tierras lejanas, tan opuestas al infierno estadounidense
como fuera posible, mejor aún si eran sus adversarios. En cuanto a los
latinoamericanos, ¿cómo habrían ellos de cortar los hilos del
imperialismo corruptor?
Wright Mills no dejaba duda al respecto. La solución pasaba por la lucha
guerrillera. Esta forma de resistencia combinaba dos elementos
purificadores, el campesino y la montaña, dotándola a ojos del
intelectual occidental de una fuerza mística, casi mágica, no solo
legítima moralmente sino imbatible. La pluma electrizada de Wright Mills
hacía ver a las cuadrillas de guerrilleros como fuerzas invencibles. La
guerrilla, afirmaba, "puede derrotar batallones organizados de tiranos,
equipados hasta con la bomba atómica".[10] Y así tenía que ser, pues en
los demás países de Latinoamérica, al igual que en Cuba, la libertad
pasaba por la lucha subversiva. No había otra salida. El imperialismo no
daba otra solución.
Afirmaciones tan rotundas como éstas exaltaron a muchos intelectuales
latinoamericanos y encendieron las alarmas de los servicios secretos
norteamericanos. Carlos Fuentes le dedicó La muerte de Artemio Cruz,
refiriéndose a Wright Mills como la "verdadera voz de Norteamérica,
amigo y compañero de la lucha de Latinoamérica". El FBI, por su parte,
le abrió un expediente y lo mantuvo vigilado.
Cuba empezaba a convertirse en una obsesión. Por un lado, era el espejo
que revelaba las impurezas de Norteamérica; por otro, el elixir que
salvaría su alma de los vicios imperialistas. La generación de los
sesenta vivió con pasión este dilema. Se debatió entre odiar a EE UU y
escapar de su manto corruptor, o iniciar una revolución en su suelo para
echar por tierra las estructuras que impedían desplegar una vida real y
auténtica.
[1] Mailer, N. "Open Letter to JFK and Fidel Castro". The Village Voice,
27 de abril de 1961, p. 14.
[2] Ibid. p. 14.
[3] Ibid. p.14
[4] Ibid. p.14
[5] Sontag, S. "Some Thoughts on the Right Way (for us) to Love the
Cuban Revolution". En: Ramparts, abril de 1969, p.10.
[6] Ibid. p. 7.
[7] Wright Mills, C. La elite del poder (1956). Fondo de Cultura
Económica, México, 1957. p. 157
[8] Ibid. p. 323.
[9] Wright Mills, C. Listen, Yankee. The Revolution in Cuba. Ballantine
Books, Nueva York, 1960, p. 36.
[10] Ibid. p.114.
Este fragmento de El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de
cambios culturales (Taurus, Madrid, 2011), se reproduce con autorización
del autor.
http://www.diariodecuba.com/cultura/12139-cuba-y-el-antiamericanismo-1951-1969
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