"Inteligéntsia"
Como en la URSS, el Estado cubano comprendió desde muy temprano que
necesitaba a intelectuales orgánicos bien remunerados y/o apadrinados
desde el poder
Luis Manuel García Méndez, Madrid | 26/08/2011
Con un espectáculo en el Gran Teatro de La Habana, se acaba de celebrar
el 50 aniversario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).
Como artista invitado, asistió el general Raúl Castro, quien instó a los
asistentes a reencontrarse en "el centenario", aunque cabe sospechar,
sin ser demasiado suspicaz, que el General-Presidente no pensaba en la
pervivencia de la institución, sino en la de su propio régimen.
En "La cultura de la Rusia soviética", Isaiah Berlin nos recuerda que
tras las purgas quedó perfectamente establecido que "la misión de los
intelectuales (…) no era interpretar, debatir, analizar ni aun menos
desarrollar o extrapolar a nuevas esferas los principios del marxismo,
sino simplificarlos, adoptar una interpretación acordada de su
significado y luego repetir machaconamente por cualquier medio
disponible y en todas las ocasiones que se presentasen el mismo conjunto
de verdades oficiales".
Y es a esas "verdades oficiales" a las que seguramente hacía referencia
el presidente de la UNEAC, Miguel Barnet, al afirmar que la institución
es una "herramienta de la vanguardia intelectual" que ha servido a "los
ideales más nobles de la revolución socialista", un "laboratorio de
ideas", un "nicho de debate" y un sitio para promover lo mejor de la
cultura cubana. A qué ideales, debates e ideas se refiere queda claro
cuando invoca a Fidel Castro como "autor intelectual" de la UNEAC. Y en
esto tiene razón.
Siguiendo a Walter Benjamin, según el cual la obra de arte "ha perdido
su aura", su carácter sagrado, y se ha convertido en mercancía, el
Estado estuvo dispuesto, desde los primeros años de la revolución, a
adquirir esa mercancía y convertirla en instrumento ideológico que
aportara legitimidad al nuevo orden.
Como en la URSS, el Estado cubano comprendió desde muy temprano que
necesitaba a intelectuales orgánicos bien remunerados y/o apadrinados
desde el poder que asumieran su condición de élite por encima del
ciudadano común, pero, al mismo tiempo, ejerce sobre ellos
periódicamente el recordatorio de su condición subalterna respecto al
poder y dependiente de la gracia de éste. A veces se les humilla
directamente o se les reprende como a escolares cuando trasgreden algún
límite, y en caso de que insistan, se les reprime de acuerdo a la
gravedad de su desacato.
Desde el 30 de junio de 1961, los límites quedaron muy claros: "¿Cuáles
son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o
no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución,
ningún derecho" (Fidel Castro, Palabras a los intelectuales). Ya lo
había dicho Benito Mussolini: "Todo en el Estado, nada contra el Estado,
nada fuera del Estado". (Discurso de la Ascensión, 26 de mayo de 1927).
Según Berlin, Stalin patentó un método infalible para navegar entre el
fanatismo utópico y el oportunismo cínico. Tras los períodos de terror,
breves interregnos de clemencia durante los cuales se reprimía a los
represores de turno, se abría un breve espacio para la crítica
inofensiva y el pueblo respiraba aliviado porque los líderes se habían
enterado, por fin, de los excesos cometidos. Hasta que todo volvía a
empezar una vez que el período de "relajación" comenzaba a excederse en
sus márgenes de libertad. Sin alcanzar los niveles bíblicos de represión
practicados en la URSS, un sistema semejante se ha aplicado a los
intelectuales de la Isla, alternando períodos de relativa indulgencia
con decenios grises (o negros, en dependencia de las lentillas que use
cada cual).
Podríamos aceptar, como afirma Miguel Barnet, que la UNEAC ha acompañado
"críticamente" el proceso cubano, aunque deberemos aclarar que los
límites de esa "crítica" siempre han sido dictados desde el poder, dado
que para éste el pensamiento crítico es más peligroso que la subversión
abierta, que puede combatir (y ha combatido) confortablemente con la
violencia como razón de Estado. Por ello se ha afanado en domesticar al
intelectual mediante cargos burocráticos, premios, viajes, honores y
condecoraciones; asimilarlo hasta que sea inofensivo. El intelectual
"integrado" reduce por cuenta propia sus márgenes de libertad. La
represión es superflua.
En caso de que el intelectual se resista a la domesticación, el Estado
dosificará el castigo de acuerdo al grado de indocilidad: exclusión del
sistema editorial y los medios de prensa, galerías o espacios teatrales;
negación de permisos de viajes; enajenación de sus medios de vida;
ostracismo y/o escarnio público y, llegado el caso, la cárcel. La
condena a silencio forzoso y el ostracismo público contará con la
complicidad de buena parte de sus colegas, bien sea por puro cálculo
—todo contacto con el sentenciado (altamente infeccioso) es dañino para
la salud profesional— o porque la rectitud moral del excluido es un
reproche indirecto al oportunismo y la sumisión del gremio.
Ralf Dahrendorf, en Homo Sociologicus (1968) afirma que "los bufones de
las sociedades modernas son los intelectuales (…) tienen la tarea de
dudar de todo lo que es evidente, de hacer relativa toda autoridad, de
preguntar aquellas preguntas que nadie se atreve a plantear". Añade que
"Su papel es no interpretar papel alguno. El bufón no está arriba, pues
no puede dictar a los demás las leyes de sus acciones. Tampoco está
debajo, porque actúa como conciencia crítica de los poderosos (…) El
poder del bufón está en su libertad en relación con la jerarquía del
orden social".
Pero en Cuba hasta el teatro bufo fue eliminado por decreto. Eso no
significa que podamos incluir a todos los asistentes al cincuentenario
de la UNEAC en un mismo saco.
Los más deseables para el poder, y cada vez más escasos, son los
"legitimadores incondicionales": intelectuales que aceptan sinceramente
el poder establecido, y se sienten representados por él. Aunque no
siempre sean, dada la estatura de sus obras, los que otorgan mayor
legitimidad al poder. Suelen confundirse con los "intelectuales
orgánicos", según la definición gramsciana, cuyo máximo exponente sería
el "intelectual político", integrado a la élite del poder y que asume la
construcción del aparato cultural e ideológico al servicio del Estado.
Si aceptamos el aserto de Kant, según el cual "No hay que esperar que
los reyes filosofen o que los filósofos se conviertan en reyes, ni
siquiera es de desear, porque la posesión de la fuerza corrompe
inevitablemente el libre juicio de la razón", podríamos dudar de que el
"intelectual político" sea un verdadero intelectual, dado que la
legitimidad de sus ideas estaría subordinada a su condición política.
Los "legitimadores por omisión" son, posiblemente, mayoría. La mayoría
silenciosa. Evaden por igual los cargos públicos y la disidencia
manifiesta; siempre que sea posible, evitan firmar cartas de apoyo o de
condena; optan por la estricta especialización en sus respectivas artes
y se acogen a un minucioso equilibrio entre la necesidad expresiva y la
supervivencia. Combatidos en tiempos de fervor, cuando se exigía al
intelectual una "definición", es ahora para el poder, en tiempos de
bancarrota ideológica, condición apetecible: No le exijo que me aplauda,
señor mío. Ocupe sus manos en empuñar el pincel o pulsar las teclas.
Por último, la "inteligéntsia crítica" es aquella que hace públicas en
sus obras y en el debate social, académico, ideológico o cultural sus
críticas de mayor o menor calado. Una categoría que va desde la crítica
participante, instalada en la defensa esencial del sistema y su
perfectibilidad, hasta la disidencia que propone su desmontaje. Si esta
última es siempre sometida a la más ruda represión, la respuesta a la
primera es elástica: los márgenes de permisividad han variado con los
años y los vaivenes de la rigidez ideológica. En la medida que el
establishment ha perdido legitimidad, se ha visto obligado a aceptar
márgenes mayores a la crítica, en particular a la que se produce fuera
del país y que es fácilmente silenciable por una prensa cautiva. Y
depende también del medio donde se recoja: hay mínimos niveles de
admisibilidad en la televisión o los grandes medios de comunicación, que
se van ampliando cuando se trata de revistas culturales o libros de
escasa tirada y, por tanto, de corto alcance en lo que a accesibilidad
pública se refiere.
Gracias a estos márgenes, algunos intelectuales críticos —disidentes en
su fuero interno en muchos casos, aunque no lo hagan explícito más allá
del salón de su casa— gradan con exactitud la munición de su crítica:
grueso calibre en intervenciones académicas outside the borders, lo que
otorga mayor credibilidad a su discurso en sociedades abiertas e
informadas, y balas de fogueo en la televisión local, con lo que
mantienen la pelota por las bandas pero sin salirse del campo, algo que
los colocaría fuera de juego y anularía sus prerrogativas.
Tampoco esto es absoluto. La crisálida del intelectual no siempre
desemboca en mariposa.
Es bien conocido que muchos pirómanos a los veinte años descubren a los
cincuenta su vocación de bomberos. Y obtener un confortable puesto —con
la adquisición del esprit de corps burocrático—, bienestar y honores
ayuda mucho a sofocar los ardores juveniles. El azote del poder se
convierte poco a poco en consejero que advierte de los riesgos que puede
correr el propio poder que ahora lo cobija; la crítica jacobina
evoluciona a crítica cortesana. Se centra en la carrocería del poder, no
en su motor o su sistema de transmisión.
También puede suceder lo opuesto: el guardia rojo a los veinte se
desilusiona por el incumplimiento de sus expectativas y acentúa su lado
crítico hasta el extremo opuesto, aunque ello, en una sociedad donde le
está vedado dar cuenta puntual de su evolución, ocurre con frecuencia en
silencio. De modo que el público lee un buen día con sorpresa en el
diario El País "Los anillos de la serpiente", el "destape" de Jesús
Díaz, quien fuera durante decenios lo más parecido al "intelectual
orgánico" gramsciano.
Existe también entre algunos intelectuales un síndrome que merecería un
serio estudio siquiátrico: la fascinación por el poder que han padecido
por igual Gabriel García Márquez y Pablo Armando Fernández, quien ha
admitido que volvió a nacer el día que conoció a Fidel Castro. Supongo
que no se trate de una excusa para trucar su edad.
Dados los estragos que ha causado durante medio siglo el totalitarismo y
su indefectible respuesta, la simulación —ya se ha apuntado lo
hiperbólico que resulta llamar doble a una moral defectuosa—, podría
aplicarse a gremios de taxistas, albañiles e incluso de políticos
idénticas categorías que a la inteligéntsia. La diferencia es,
exclusivamente, de visibilidad, razón por la cual una zona del exilio
exige a éstos una audacia crítica que disculpa a los pescadores de
orilla y las amas de casa. Una exigencia éticamente discutible al
pronunciarse desde la distancia, agravada por la no categorización.
Encaramado en su presunta "superioridad moral", el exilio rancio parece
incapaz de distinguir a los "intelectuales políticos", arquitectos
ideológicos del sistema, del resto, cuyo ejercicio (o no) de la crítica
y la profundidad de ésta dependen, como entre los restantes once
millones de cubanos, tanto de sus deseos como de sus posibilidades.
Recibir con menosprecio esas críticas que se ejercen (y no sin riesgo)
desde adentro es la mejor complicidad a que podrían aspirar los
mandantes cubanos.
Para Platón, solo un rey filósofo, el gran salvador, conseguiría sacar a
la polis de su crisis. Solo un rey así, especializado en reflexionar
sobre la justicia, la paz y la armonía, estaría predestinado a resolver
los grandes problemas de la sociedad. No dudo de la sabiduría y el buen
hacer de muchos de los invitados al cincuentenario de la UNEAC, pero me
temo que si ésta ha sido, en palabras de su presidente, "laboratorio de
ideas" y "nicho de debate" de los pasados cincuenta años, habrá que
buscar un nicho donde sepultar viejos debates y otros laboratorios donde
cocinar las ideas del próximo medio siglo.
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/inteligentsia-267467
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