Sobrevivir a un solar habanero
Poco se ha escrito de ese infierno dantesco
Miércoles, noviembre 23, 2016 | Jorge Ángel Pérez
LA HABANA, Cuba.- Se asegura con insistencia que el único vivo que entró
al infierno fue Dante Alighieri, pero eso no es del todo cierto. Tengo
el convencimiento de que yo también lo conocí y todavía estoy vivo. Al
menos eso creo. Supe del infierno en aquel solar habanero donde viví por
más de veinte años, y no porque me incitara Dios a visitarlo. Entré
allí, con algo más de veinte años, porque no me quedó otro remedio.
Nunca fui invitado, como Dante al suyo, para escribir un libro que lo
relatara; pero escribí, escribí muchísimas cuartillas en aquel lugar, y
dediqué a mi infierno todo un libro. Fue ese libro el que me hizo
regresar hace muy poco.
Se habían sucedido siete años desde mi salida cuando volví a traspasar
el portón enorme. De no ser por Rebecca, la traductora estadounidense
empeñada en trasladar al inglés mi libro En La Habana no son tan
elegantes, no hubiera vuelto jamás, pero ella había adelantado en su
traducción y vino para que trabajáramos, para despejar dudas. Hasta
entonces nos habíamos comunicado a través del correo electrónico, pero
ella precisaba más.
Algo había explicado de aquel palacete en el que, se dice —pero yo no
tengo la certeza—, vivió el conde de Almirez. En los mensajes le hice
saber del esplendor que pareció ostentar y de la hermosa herrería de la
balaustrada, del patio central y de las tres plantas del otrora
palacete; también de la destrucción que llegó más tarde. Pretendí hacer
notar, con palabras, los ahora dañados balcones, los salones tan
desvencijados. Escribí de columnas quebradas, de arcos agrietados, de
cenefas rotas, de cocheras y zaguanes habitados por aguas albañales, de
la madera que apuntala… Pero eso no bastaba. Ella quería mirar un solar,
quiso entenderlo.
Rebecca quiso conocer el lugar donde se tejieron las historias que
escribí. Intentaría imaginar allí a sus personajes; suponer a Gloria y a
Victoria en aquel espacio, sentir el traqueteo de las muletas de ese
Ramón que soñó con saltar, ayudado por una pértiga, la cerca que lo
separaba de la base naval de Guantánamo, aquel Ramón que terminó
deshecho en menudos pedazos después que un extremo de su vara activó una
mina. Ella quería mirar a Ovidio, el "héroe" de una guerra en África que
era, además, un pervertido. Rebecca ansiaba ver el solar donde vivió
Jorge Ángel, ese personaje que tomara el nombre de su autor, y llevar al
inglés cada una de las historias.
Habían pasado siete años desde que abandoné el solar. Y allí estaba otra
vez, sintiendo sus olores, el aire denso, "aquel aire sin estrellas" que
sintió el italiano en su averno, el más clásico de todos, pero que en
algo se parece a cualquier solar habanero. "¡Oh, los que entráis, dejad
fuera toda esperanza!", así pronuncié, como si leyera aquella
inscripción que miró el Dante a la entrada del infierno, y como él,
pensé en lo duro de la frase, pero ninguna me parecía mejor.
Solo quienes habitamos alguna vez en un solar sabemos ciertamente lo que
eso significa. La mirada desde afuera resulta pintoresca la mayoría de
las veces. Únicamente quien estuvo antes en sus "hórridas querellas",
quien escuchó las voces altas y bajas de la ira, puede entender cuánto
de infernal, cuánto de "suerte ignominiosa" se muestra entre esas
paredes. Poco se ha escrito en este país sobre los solares, poco se
habló de sus inmundicias y de la vida que llevan sus vecinos.
Parado allí, saludando a los desolados inquilinos que aún quedan, esos
que todavía no consiguieron un mejor lugar para vivir, se sucedieron los
recuerdos, y sentí pena, por mí, por ellos. Y volví a verme en la
madrugada poniendo un jarro pequeñito debajo de una pila, también
minúscula y casi pegada al suelo, para atrapar el agua que vertía en el
cubo y que subía después por las destartaladas escaleras. Parado allí
recordé a muchos de los vecinos echando en los tanques de basuras todo
cuanto evacuaron durante la noche. Recordé los olores, volví a
percibirlos. Pensé en Herminia, aquella maravillosa viejita a la que
quise tanto, avergonzada mientras cargaba su paquete putrefacto para
ponerlo en el tanque de basura. La recordé esquiva, sin mirar a los
madrugadores que ya andaban por la calle. Ella iba cada mañana con su
paquete en las manos, siempre con la cabeza gacha, quizá creyendo que si
mostraba la cara el transeúnte iba a descubrir lo que cargaba.
Subí las escaleras con Rebecca y le mostré el pobre cuarto de Herminia,
aquel al que se le quebró el piso alguna vez, a pesar de que no hiciera
otra cosa que hacer descansar el peso de su delgadez. Herminia quedó
colgando; una mitad en su casa, la otra en la del vecino de los bajos.
Ella pudo perder esa vez la vida y también después; y únicamente la
socorrió mi amigo, aquel que conocía de sus bondades. Nadie más se
interesó en lo que a ella le había ocurrido; solo mi amigo buscó al
albañil para corregir algo del desastre, y después pagó.
Y recordé, conté, de aquella vez que hablaba por teléfono sentado en mi
cama; era un cura amigo el interlocutor. En medio de la conversación
descubrí el goteo sobre el colchón y me exalté, le dije al cura que
Pedro, el de los altos, ya debía estar borracho y tirando agua. "¿Y
estás seguro que es agua?", preguntó el cura andaluz, y yo puse la mano
para oler luego: "¡Es orine!", chillé y colgué el teléfono, y subí, y
encontré a Pedro tirado en el suelo sobre un charco de orine, y miré
también al travesti, inquilino del borracho, que se emperifollaba para
salir a "luchar" mientras era emplazado por su macho, y no hice nada.
Sólo bajé, a fin de cuentas yo era el único que tenía un baño,
miserable, dentro de la casa, justo al lado de la cocina.
Creo que fui el único habitante del solar que pasó por la universidad,
pero no me exalté aquella vez que en la altísima madrugada golpearan a
mi puerta con tanta fuerza. Y apareció en el umbral aquella mujer alta,
rotunda y guantanamera que, sin ofrecer disculpas me interrogó. Quería
saber si yo hablaba ruso, y dijo que un barco de ese país había atracado
en el puerto, que las "muchachitas" que se alquilaban en su cuarto se
aparecieron con cinco hombres enormes, rubios y deseosos que no sabían
pronunciar ni una palabra en español. "Imagínate qué problema. ¿Cómo
diablos le van a decir que ellas lo hacen por dinero?" Cerré la puerta y
no le respondí a Francisca, pero pensé en aquella Francesca, la de
Paolo, a la que Dante también describió en su infierno.
Ahora, mientras escribo y sigo recordando esos días, pienso en los
muchos solares habaneros, esos pobres sitios repletos de violentos
contra ellos mismos, hartos de alcohol porque no les queda otro remedio,
y pienso en los violentos contra el prójimo, en los violentos contra
cualquiera, esos que crecieron en medio de la violencia y que suponen
que no hay otra cosa que los salve que no sea la viveza, la
intimidación, el crimen. Pienso en todos esos ladrones que habitan en
medio de tan insalubre hacinamiento, en esos que recogen cada mañana su
porquería para echarla en el latón de la basura, ante los ojos de todos.
Poco se escribió hasta hoy del infierno que son los solares habaneros.
Hace poco leí un texto del escritor Manuel Pereira, quien llevó a García
Márquez a mi solar de Aguiar 105. Allí vivía la abuela del cubano, y yo
supongo impresionado al colombiano con la miseria constatada. Gabriel
conversó con "La gallega", que así llamaba Herminia a la abuela de
Pereira, y la miró envolviendo picadura de tabaco con hojas que
arrancaba de su Biblia para hacer sus cigarrillos, la vio en medio de la
miseria de aquel solar que ahora está a punto de caer, que ya cedió en
muchas de sus partes, pero no tengo noticias de que el colombiano
escribiera después sus impresiones sobre el desastre de los solares en
La Habana.
Mucho habrá que escribir de esos espacios insalubres, de esos sitios de
muerte y desazón. Habrá que recoger el testimonio de los habitantes que
todavía sobreviven. Tendrá que hablarse de los que murieron sepultados
tras el derrumbe. Habrá que desacreditar a quienes miran con desprecio a
los que pasan cada uno de sus días en medio del peligro que significa
habitar en esas zonas de muerte. Habrá que indagar cuántos hicieron
estudios superiores. Con ellos hay que contar. Los solares son parte de
la nación. De eso sé, y por eso escribo. Yo soy uno de ellos.
Source: Sobrevivir a un solar habanero | Cubanet -
https://www.cubanet.org/opiniones/sobrevivir-a-un-solar-habanero/
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