La sumisión de los intelectuales
MANUEL CUESTA MORÚA, La Habana | Mayo 25, 2015
Los intelectuales no llegaron a Tejadillo 214, donde la artista Tania
Bruguera ha instalado el albedrío paralelo a la Bienal de La Habana,
desde la lectura ética de uno de los tantos libros-espejo de Hannah
Arendt, por el que ha transitado solo la excepción del mundo estético
cubano.
La elección de este texto permite a la artista exponer, sabiéndolo o no,
una extraña paradoja que revela al mismo tiempo las complejidades de la
transición en Cuba. Leer Los orígenes del totalitarismo es entender
cabalmente los crudos mecanismos de la dominación sobre la condición
humana, y su destrucción, por parte de un régimen que logra otorgarle
carácter civil a los métodos de la policía secreta. De hecho, solo donde
la policía secreta impone sus normas se dan las condiciones necesarias
para el vaciamiento espiritual que hacen totalitaria a una sociedad.
Como Hannah Arendt muestra, el Estado totalitario coloca detrás de cada
mente crítica a un policía de carne y hueso que la controla, o intenta
hacerlo, puntillosa pero eufemísticamente: así, el policía no solo
interactúa vestido de civil sino que aborda a Bruguera para atenderla,
casi cuidarla. Vocablo médico o propio de la relación con un cliente,
atender –el término empleado por la policía política cubana para
denominar su triste relación con sus críticos–, implica que el
totalitarismo se capilariza a través de la asepsia del lenguaje. Y lo
paradójico aquí es que desde el momento en que Bruguera desnuda los
mecanismos del Estado totalitario en su propio territorio, a través de
un texto justamente pensado para tal propósito, lo obliga a una retirada
ridícula, errática e improvisada, pero sin abandonar esas prácticas que
están siendo develadas.
Bruguera lee a la Arendt en Tejadillo 214, mientras que el Estado
totalitario miente sin tapujos sobre su localización a quienes llegan a
Cuba interesándose por ella. Tania Bruguera no está aquí en la Isla.
La mentira totalitaria, en su forma simple, sobre la que tanto teorizó
otro cirujano del totalitarismo, el intelectual francés Jean-François
Revel, es rápidamente desmentida por la presencia de la artista en las
puertas del Museo Nacional de Arte Contemporáneo, a 150 metros de su
casa-galería. El totalitarismo persevera y le impide la entrada para
encontrarse con los suyos. Se manifiesta así en su estado puro y
descarnado tratándola como una potencial revoltosa, es decir, negando,
en la misma sede del arte performático, del cual Bruguera es una de sus
mejores exponentes mundiales, su naturaleza transgresora delante de los
mismos artistas que lo practican. Y presionado por la excepción, el
Estado totalitario recurre a otra de sus técnicas: ceder a destiempo
para desplegar su arma favorita: culpar a la víctima por su suerte.
La performance de Bruguera se convierte de tal modo en una exposición
adelantada de las técnicas que el Estado totalitario empleará unas horas
más tarde para ahogar el intento de otro artista, el rockero Gorki
Águila, de protestar delante del Museo por la injusta prisión de otro
joven del grafitero Danilo Maldonado, conocido como El Sexto. El Estado
está desnudo y recuerda su dura relación con el arte. Con el escritor
Ángel Santiesteban. Con el rapero El Crítico.
Pero Tejadillo 214 sigue abierto, y este es el otro ángulo de la
paradoja: el totalitarismo se ve obligado a negociar el espacio con la
libertad.
De nuevo, elegir a Hannah Arendt aparece como un acto de puntería de la
artista. Porque Arendt es el mejor ejemplo de que si bien la defensa
intelectual de la libertad puede marcar la diferencia, los intelectuales
no son ni han sido sus mejores defensores o promotores. A derecha y a
izquierda de Hannah Arendt se demuestra de forma palpable la condición
solitaria de la lucidez intelectual.
Con las excepciones debidas –Voltaire, Camus, la misma Arendt–, los
intelectuales han sido siempre una corporación dedicada a desvirtuar esa
doble condición con la que nacen, al menos desde el siglo XVIII: la
crítica de su tiempo y el enfrentamiento al poder. Más bien los
intelectuales se han dedicado a la crítica más o menos solvente de sus
enemigos al servicio de algún poder. A la izquierda, este fenómeno ha
adquirido sus peores manifestaciones y su mayor incongruencia, porque
sus intelectuales han asumido una tarea mayor: la crítica de la
naturaleza del poder mismo en el supuesto altar de la emancipación de no
sabemos qué o quiénes. El hecho es que han terminado construyendo la
narrativa que pretende justificar el peor de los poderes: el
totalitario. Y más. Le otorgan al Estado totalitario la capacidad última
de juicio moral sobre los ciudadanos, en un regreso arcaico a los
tiempos en los que Iglesia y Estado eran la misma cosa.
Hay razones orgánicas muy bien estudiadas para explicar la sumisión en
última instancia de los intelectuales al poder, pero baste recordar dos
textos escritos en tiempos diferentes para disolver toda esperanza en su
compromiso con la libertad. La traición de los intelectuales, del
escritor francés Julien Benda, e Intelectuales, del británico Paul
Johnson, demuestran por qué los intelectuales no llegaron a Tejadillo 214.
Source: La sumisión de los intelectuales -
http://www.14ymedio.com/opinion/sumision-intelectuales_0_1785421457.html
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