¿Alguien echa de menos a los bolos?
Jueves, 19 de Julio de 2012 15:02
Escrito por Luis Cino Álvarez
Cuba actualidad, Arroyo Naranjo, La Habana, (PD) Como cualquiera de los
entrevistados en el documental "Los bolos en Cuba", del realizador
Enrique Colina, no sé el por qué del mote "bolos" para designar a los
rusos. De lo que estoy seguro es que era utilizado con una intención
totalmente peyorativa.
Menos aún puedo entender que queden cubanos que sientan nostalgia por
la era soviética. Solamente los mandarines verde olivo, que como
cualquier tarrúo de barrio están prestos a perdonar las decepciones
amorosas tales como las que una vez, despojados de los cohetes atómicos,
los hicieron gritar "Nikita, mariquita, lo que se da no se quita". Y las
que vivieron después, la peor de todas, la Perestroika de Gorbachov.
La reciente visita del general Raúl Castro a Moscú sirvió para reiterar
la alianza estratégica con Rusia. Un régimen en conteo regresivo no es
nada sin un imperio detrás. Aunque sea un imperio venido a menos. Basta
que tenga ínfulas. Y eso es lo que les sobra a Putin, Medvédev y Lavrov.
Que le pregunten a la rata acorralada de Assad.
¿Qué más da si sobre los misiles intercontinentales y los submarinos
atómicos rusos ondea hoy la bandera del Zar en vez del trapo rojo con
la hoz y el martillo? A estas alturas del juego, ya no importa tanto la
ideología. Aunque en realidad no acabo de entender para qué pueden
servirle submarinos y tanques de guerra a un gobierno en bancarrota, que
no halla el modo de alimentar y proporcionar una vida digna a su pueblo.
¿Alguien creyó seriamente que "con los soviéticos, en Cuba había de
todo"? ¿O son delirios de hambrientos que nos hacen idealizar cualquier
tiempo pasado, no necesariamente mejor?
El 13 de febrero de 1960 llegó a La Habana el canciller Anastas Mikoyán
a firmar un tratado comercial que nos ligó de modo tan umbilical a la
Unión Soviética que en la Constitución de 1976 hubo que jurarle
fidelidad eterna. Solo la muerte de la Unión Soviética nos separó. Pero
resultaría una separación nominal y temporal. Que hoy entre putínes e
hijos de la gran...Patria Rusa está el juego.
Luego de Mikoyán y los toscos productos de la Feria Comercial, llegó el
libraco de economía política de Nikitin, los manuales de
marxismo-leninismo stalinista de la Academia de Ciencias de la URSS, los
soldados rusos con su espantosa peste a grajo y los misiles nucleares.
Así fue que nos incorporamos al reino del partido único, la
colectivización y los planes quinquenales.
A los soldados del Ejército Rojo los conocí en las pantallas de los
cines apestosos y llenos de pulgas de mi barrio. Los héroes de Mosfilm
peleaban contra los nazis en las estepas del Cáucaso o casa por casa en
la helada Stalingrado. Entre una batalla y otra, junto a los tanques
T-34, devoraban papas hervidas y humeantes sopas de col, bebían vodka a
pico de botella y gritaban hurra por cualquier motivo. Esos gritos,
sumados a los cañonazos y las tristes baladas de acordeones y
balalaikas, fueron la banda sonora de nuestros primeros escarceos
sexuales. Porque sólo para eso nos sirvieron aquellas películas rusas.
Cuando uno es adolescente, no sabe apreciar a directores como Grigor
Zhujrai.
Luego, en la vida real descubrimos que los soldados rojos -"ruskis
shelaviekas", como los llama mi amigo el poeta Rogelio Fabio Hurtado,
que estuvo con ellos en un campamento militar cerca del río Canímar, en
Matanzas, allá por 1964- cuando se emborrachaban lloraban que daba
gusto, no sólo cuando las baladas con balalaikas les hacían evocar el
hogar y sus familias, sino porque no aguantaban el calor y los mosquitos
y sus oficiales los abofeteaban, rutinariamente y con entusiasmo, por
cualquier causa. O por ninguna, solo por mantener la rutina disciplinaria.
Y nosotros, solidarios y en la indigencia, para que ahogaran sus penas,
les cambiábamos alcohol del peor a los bolos –como ya los llamábamos,
nadie sabe por qué- por botas, camisas de nylon que nos hacían
partícipes de su proverbial peste a grajo y contra la que poco podía
hacer -que no fuese empeorarla- aquel desodorante Fiesta de los
golondrinos, y las consabidas latas de carne rusa.
Para entonces, también habían llegado oleadas de técnicos rusos con sus
mujeres con vestidos de flores y sonrisa con dientes de oro, que para
nuestro espanto no se afeitaban las piernas ni las axilas. Tan pronto se
instalaron en sus barrios especiales, se dedicaron al cambalache y la
reventa de los productos que compraban en sus mercados también especiales.
Recuerdo allá por los años 70 a una rusa cuarentona, de bastante buen
ver, que vivía en los edificios que llamaban La Siberia, en el Reparto
Eléctrico, que por ganarse unos pesos lo mismo vendía una lata de carne
o una pastilla de edulcorante sintético para el café -¿tengo que decir
que sabía a rayos?- que se abría la blusa y enseñaba las tetas, y a
veces se embullaba y seguía...
Ni las putas más hambreadas, con la falta de clientes que había en
aquella época de cerrazón, querían estar con los marinos rusos que
recalaban en nuestros puertos. Preferían a los griegos o los filipinos.
Los bolos tenían fama de ser toscos, sucios, abusadores y tacaños.
El País de los Soviets nos inundó, además de con armas, petróleo y
chatarra que todavía anda regada por todo el país, con el realismo
socialista, las obras completas de Lenin de la Editorial Progreso, las
matriushkas, los muñequitos rusos que marcaron tanto –porque no había
otros en el cine o la TV- a la llamada generación de Bolek y Lolek, las
sopas salianka del restaurante Moscú, las comidas enlatadas que sabían
invariablemente a apio, las compotas de manzana, las clases de ruso por
Radio Rebelde, los relojes Poljot, los discos Melodyia, los tocadiscos
Akkord, los radios Selena, los televisores Krim, las lavadoras Aurika,
los camiones Kamaz, los carros Lada, Volga y Moskovich para los
elegidos, y las revistas rusas, que mostraban un paraíso proletario
aburrido y frío, pero a todo color y que solo servían para forrar las
libretas escolares...hasta que Sputnik y Novedades de Moscú empezaron
a ponerse interesantes, tan interesantes que en noviembre de 1989 las
prohibieron por subversivas, tanto o más que los libros de Solshenitzin.
No comparto para nada la nostalgia soviética de los camaradas que nos
desgobiernan. Más bien me hace sentir vergüenza ajena por tantos años de
entreguismo que ahora, como están en aprietos, quieren retomar con
nuevos bríos. Es para preocuparse.
No extraño en lo absoluto el rudo abrazo del oso siberiano. Todo lo
contrario: mientras más lejos, mejor.
Si acaso hay algo ruso que echo de menos es el vodka Stolichnaya. Y
luego de tanta hambre, las latas de carne. Pero no mucho. Ahora bebo
poco y soy casi vegetariano...
Para Cuba actualidad: luicino2012@gmail.com
http://primaveradigital.org/primavera/component/content/article/117-politica/4668-ialguien-echa-de-menos-a-los-bolos.html
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