Monday, May 16, 2011

El castrismo cultural (III)

Fidel Castro

El castrismo cultural (III)

Este artículo es la tercera parte de una serie de cuatro sobre un
proceso que el autor considera ha intervenido en la formación de la
nación cubana

Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 16/05/2011


El tipo, el concepto y la concepción de la familia es el noveno de los
rasgos que diferencian al castrismo cultural de la identidad que iba
cuajando en Cuba. La familia extendida, casi ampliada, que aleja a
determinada generación de hijos del centro aglutinador a favor del
mayorazgo (del hijo mayor), se distingue claramente del tipo de familia
nuclear afectiva que surge tanto del barracón, como de la comunidad
campesina y de las ciudades aburguesadas, de clase media y obreras que
se edifican en Cuba.

En la familia rural extendida lo útil sustituye a los afectos, mientras
que el mayorazgo garantiza la reproducción permanente de los viejos
patrones patriarcales. Pero la familia nuclear afectiva funciona con
otros criterios: el afecto va sustituyendo a lo útil —la transición que
en este sentido se va produciendo en la familia campesina,
humanizándola, es clara— y la familia se abre al futuro de los hijos, en
muchos casos diseñado por los padres pero con entera responsabilidad,
casi siempre, por parte de los mismos hijos.

Las consecuencias de cada uno de los tipos y concepciones son evidentes
y marcan un retorno cultural impresionante. Para empezar, el modelo
patriarcal y de mayorazgo va contrario a la historia política de Cuba,
según la cual son los padres los que siguen a los hijos adultos y no al
revés. De hecho rompe con la figura occidental del héroe, que siempre
refleja a un joven audaz y vigoroso rebelándose contra el padre. Que la
revolución cubana haya sido hecha por jóvenes no garantiza, a partir de
este análisis cultural, que haya sido hecha desde la modernidad. En
segundo lugar, la formación de valores no empieza en la familia nuclear
afectiva por la utilidad del hijo para algo o para alguien, como sí
ocurre en el tipo patriarcal, sino por la concepción y tradición de la
familia respecto a lo que considera mejor tanto para el mantenimiento de
ciertos valores familiares como para el hijo.

Por último, aunque no finalmente, la naturaleza afectiva de la familia,
basada en las distintas concepciones cristianas, evita o vive como una
tensión contranatural las fracturas por razones extra familiares de los
afectos basados en la sangre. En la familia patriarcal no. Como la
familia extendida se estructura en torno a la utilidad más que alrededor
de los afectos, y sobre valores dados y no elegidos, no se entienden
como fractura las rupturas de la familia. No se asume como contradicción
de afectos en el nivel psicológico de la personalidad. Al imponerse el
castrismo cultural, se produce una dislocación en el sentido de la
familia nuclear que dañará la base de la identidad cultural en niveles y
dimensiones generales que son fundamentales en el proyecto de nación cubana.

Si la familia coincide con la sociedad —por eso es extendida— en el
concepto patriarcal de Estado, las cuestiones importantes tienen sentido
en función de dos valores típicos de las aristocracias patriarcales: la
fuerza y el poco sentido de la vida fuera de los dominios señoriales.
Recordemos que estos son los valores primordiales del guerrero. ¿Qué es
un cubano fuera del territorio del castrismo cultural? Nada. A lo sumo
un instrumento útil en momentos de extrema necesidad. Precisamente el
uso totémico del gusano como figuración para estigmatizar a quienes
escapan o se niegan a vivir en los predios del castrismo cultural
refleja, no solo la relación habitual que establece toda aristocracia
rural con la naturaleza, sino el rebajamiento y el desprecio del resto
de los seres humanos.

Semejante rebajamiento no es cubano. Los cubanos heredamos del humor
hispánico medieval el mal gusto por la burla de los defectos humanos,
fundamentalmente físicos. El humor de situaciones no es lo nuestro. Pero
tampoco lo es el establecimiento de metáforas animales para identificar
tipos humanos. Un hombre se puede comparar con un gallo o una rata, pero
sigue siendo un hombre. Sin embargo, del símil (el hombre como) a la
metáfora (el hombre es) va un importante trayecto cultural que marca la
diferencia entre la vida y la muerte. El castrismo cultural sustituye el
símil por la metáfora y recupera la pena de muerte como castigo civil,
cuando esta había estado ausente del contrato republicano inicial como
distinción humanística frente a las prácticas jurídicas de la España del
imperio. Recuperación labrada por el previo rebajamiento animal del homo
civicus.

Esta, la negación absoluta del hombre cívico, es el eje del décimo rasgo
del castrismo cultural que me detengo a analizar en sus perfiles más
bastos: la combinación de pesimismo y metafísica. Una metafísica de la
acción, no del pensamiento. Bebiendo en las enseñanzas jesuíticas, el
castrismo cultural es la expresión nacional del pesimismo cristiano
sobre el hombre después de La Caída. Librado a su albedrío y a su
voluntad el hombre es autodestructivo, nos dice esta visión, y busca más
la satisfacción de sus placeres y el encuentro con lo mundano que
propiamente lo que le debe interesar para su salvación. Recuperarle es
posible, nos sigue diciendo esta visión pesimista, pero solo mediante la
guía certera de una élite bien formada, preparada e instruida en los
adecuados instrumentos de salvación, que están solo disponibles, eso sí,
para unos pocos elegidos. Y el hombre cívico está en contradicción
radical con esa pretensión de que un grupo de autoelegidos le lleve por
el camino del bien. Por eso el hombre cívico es aquel que elige.

Los jesuitas siguen siendo de este modo pesimistas respectos a los
demás, pero recuperan el optimismo de los hombres para unos pocos de
entre los suyos. Y, ¿qué es la salvación? El núcleo duro de esa
metafísica que se coloca fuera de las experiencias corrientes,
construidas por las pruebas de tanteo y error, y acumuladas
creativamente, para ofrecer entonces un nuevo lugar de elevación humana
para toda la vida. Metafísica significa más allá de la física, es decir,
más allá de la experiencia humana. Y es verdad que si ese utópico y
beatífico lugar es alcanzable, solo puede serlo de la mano de alguien.
Los jesuitas, ya no hoy por supuesto, organizaron auténticos ejércitos
misioneros para implicarse con los hombres-criatura en cualquier parte
del mundo —más allá de las naciones—, ayudándoles a elevarse.

El castrismo cultural es la expresión en Cuba de esa combinación entre
pesimismo y metafísica que se actualiza en una visión particular del
concepto de revolución, que montó su específico ejército revolucionario
para desplegar en todas las zonas del mundo y que se molesta
profundamente porque el resto de los hombres no se deja conducir hacia
esas cotas más elevadas de posibilidades humanas con el fin, se nos
remacha, de cerrar definitivamente el perverso ciclo iniciado con La
Caída. Desde la psicología profunda, estas pretensiones nos puede
resultar hoy una solemne tontería sublimada, pero estamos frente a una
experiencia mística que explica, por otra parte, la constante tensión
histórica entre los jesuitas y el Vaticano. Entre el castrismo y toda
autoridad comunista suprema.

Este pesimismo metafísico está desconectado completamente de la cultura
cubana. El de revolución es, más bien era, un concepto tangible en la
tradición política y social cubana. En nada distinto a los significados
en el resto del mundo occidental, desde las revoluciones estadounidense
y francesa: cambios radicales con sentidos más o menos sociales y
libertarios, enfilados contra todas las cadenas que distanciaban
naturalmente al hombre del poder que ejercían los demás, y del poder
sobre sí mismo; fueran estas cadenas divinas, u originadas en la
tradición o en la fuerza.

Lo cual significa que todas las revoluciones son contrastables por el
simple hecho de que abren el proceso social al análisis de la razón y lo
hacen accesible a los ciudadanos. Sin estos dos requisitos, que al mismo
tiempo son resultados, no se podría hablar de una genuina revolución
social o política. Una revolución que tiene como contenido semántico a
la propia revolución, que no se puede descifrar racionalmente, que no se
puede contrastar empíricamente y que no es accesible para los
ciudadanos, no es exactamente una revolución tal y como era entendida
hasta 1959. Sin embargo, es la revolución tal y como se instituyó en
Cuba después de esa fecha.

Este es el punto de partida para entender por qué la Revolución Cubana
desnacionaliza la política, desnacionalizándose, para dar carta natural
de revolucionarios dizque cubanos a todo extranjero que, sin saber nada
de Cuba, viene a sentar cátedra política en el territorio nacional,
hablando de y por los cubanos, en lo que constituye una nueva forma de
representación política global sin base en la nación. Tal y como sucedió
con la internacionalización de la aristocracia europea del siglo XVIII
con sus alianzas supranacionales sin fundamento en sus propios pueblos.
Y es el punto de partida, por otra parte, para recuperar la práctica del
destierro de los cubanos desafectos, una práctica de la España imperial,
desprotegiéndoles en el mundo. Un proceso político nacionalista comienza
por proteger a todo ciudadano, independientemente de su condición y
elección políticas.

Alejada, tras cada minuto que pasaba, de sus propios orígenes
culturales, que determinaban sus propios objetivos, la Revolución Cubana
iba asumiendo así su carácter metafísico —más allá de toda experiencia—
para estabilizarse como el concepto taumatúrgico en boca y en manos, no
de una élite directora, sino de Fidel Castro, el único al que se le
reconoce el derecho al libre despliegue de su optimismo: una de las
epifanías de la voluntad.

De ahí derivaba su fuerza la Revolución Cubana: de la aceptación mundial
de una visión pesimista del hombre, con cuarteles generales en muchas
capitales, —después de haber disfrutado irresponsablemente del vicio y
de la prostitución durante los 50 años de "pseudo república", se dice,
los cubanos debíamos ser redimidos— y de la legitimación de que ese
hombre caído podía ser salvado por un hombre más o menos lúcido, que
atesora una opinión exageradamente positiva de sí mismo. Pero, ¿qué
enmascara(ba) este concepto de revolución, psicológicamente primario e
intelectualmente pobre? Un dato muy importante para entender al
castrismo cultural: el pensamiento, heredado de la vieja España
catolizante, que tiende a proyectarse a través de la eternidad. Sub
specie aeternitatis se escribe en latín. Y la eternidad, como es sabido,
no tiene territorio cultural específico.

¿Qué tiene esto que ver con Cuba? Absolutamente nada. Para los cubanos
el tiempo es concreto; no está hecho para que se pierda en asuntos
metafísicos. Y si no se le puede apropiar para la creación, debe ser
empleado concretamente para el gozo. Las dificultades de los
intelectuales orgánicos de la revolución para convertirse en élite
directora del proceso —afortunadamente— tienen mucho que ver con su
incapacidad para hacerla comprensible al resto de sus compatriotas en su
pretendida dimensión eterna. Y no solo por falta de entrenamiento
metafísico o por la carencia de una previa doctrina intelectual: algo
así como un Libro Verde o una idea Zuche cubanos; también porque
nuestros intelectuales son hombres y mujeres mundanos, amantes de la
riqueza, y de las cosas comunes y corrientes que identifican pilares
bien arraigados de una cubanía muy visible y poco narrada. Son, a fin de
cuentas, unos cubanos más en toda su radicalidad moderna, para los que
el tiempo concreto cuenta.

Camino de salvación para la eternidad es el alimento primordial, digamos
que el maná, para vivir la grandeza por sí misma de la revolución y del
"socialismo", con plena independencia de las realidades concretas. Así
con la revolución y el "socialismo" cubanos sucede lo que con el futuro:
son empíricamente indemostrables, pero existen. Y marcan las
posibilidades. La única diferencia es que el futuro nunca llega antes de
tiempo. Sin embargo, revolución y "socialismo", que sí han ocurridos, se
niegan a medirse con la realidad: lo que los hace grandiosos y
metafísicos. Esa es la grandeza medieval: la que se afirma por su propia
existencia y contra su propia negación. La que provoca ese sentimiento
de gloria por el mero hecho de haber resistido para sobrevivir. ¿No se
confirma la gesta gloriosa en el obstáculo que vence, antes de los
restantes obstáculos por venir? Ella no vive del éxito sino del fracaso
al que se ha llegado con determinación. Por eso la gesta, la gloria que
no cabe en un grano de maíz, se ve a sí misma como rozando la eternidad.
Y tiene que perdurar.

Toda esta incursión medieval en la que nos metió el castrismo tiene que
aparentar modernidad, desde luego. Y para ello "eterniza" el socialismo.
¿De qué modo? A través de la Constitución, para seguir siendo modernos.
Lo que provoca una ligera sonrisa académica. Porque los teóricos y los
pobres que se autorespetan reconocen que el socialismo no existe. El
mismo Fidel Castro dijo en 1986 que en ese justo momento sí iba a
empezar la construcción del socialismo, 28 años después de proclamado.
De manera que algo que no existe se instituye 16 años más tarde como
fundamento constitucional del Estado y la sociedad.

¿Es que en ese corto y convulso tiempo se construyó el socialismo;
precisamente en el momento en el que Cuba reinicia desde el Estado sus
aventuras con el capital? ¿Cómo una petición de principio, algo que
necesita ser demostrado después de anunciarse, se puede erigir en base
constitucional del Estado? Un falso supuesto se institucionaliza como
principio constitucional para regular la existencia de los cubanos
perpetuos. Pero semejante aberración lógica, transformada en aberración
jurídica, se explica por aquel fenómeno de pensar como eternidad, que
subvierte el proceso de la cultura y bloquea el flujo de una matriz de
mentalidad compleja nacida de una diversidad extremadamente rica de
prácticas y de culturas.

Todo aquello es, pese a su medio siglo, bien extraño a Cuba, y ha tenido
como consecuencia grave un cambio, reparable sin duda, en nuestro
imaginario: asociar el destino de la nación con un individuo. Nunca
antes, ni siquiera en nuestra época colonial, se había producido
semejante desarrollo.

http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/el-castrismo-cultural-iii-262846

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