La Habana y su césped
A lo largo del siglo XIX varias ciudades caribeñas retaron la hegemonía
capitalina en sus respectivos países
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 08/03/2011
Una situación típica de los sistemas urbanos del Caribe Hispánico —y de
buena parte de América Latina— ha sido el surgimiento de megápolis
capitalinas cuya fuerza y crecimiento se ha derivado del poder político
que concentran y de las relaciones comerciales con el mundo exterior.
Las conexiones de estas megápolis con sus espacios nacionales/coloniales
han sido regularmente conflictivas, y en particular con las segundas
ciudades que han tratado de arrebatar la hegemonía política a las capitales.
En Puerto Rico esta rivalidad urbana tuvo distintas manifestaciones a lo
largo del siglo XIX. En realidad San Juan —encerrada en sus murallas—
era el punto de contacto político y comercial con España pero mostraba
un divorcio casi total de la dinámica económica insular. Si durante los
tormentosos siglos XVI y XVII las murallas protegieron a la ciudad de
los amagos de holandeses e ingleses, en el siglo XIX eran un símbolo de
la separación de la ciudad respecto al resto del país, que aún hoy se le
llama "la isla".
Por eso a lo largo del siglo XIX varias ciudades retaron la hegemonía
capitalina. Primero lo trató de hacer Mayagüez, y a fines de la
centuria, Ponce llegó a ser el centro urbano más poblado y dinámico de
la isla. Su pujanza residía en dos condiciones. La primera era su
vinculación con el comercio europeo y norteamericano, y con los grupos
financieros radicados en la colonia danesa de Saint Thomas. La segunda
era su función de centro urbano intermediario de una extensa zona
productiva (y exportadora) azucarera y cafetalera. Los ponceños llamaban
a su ciudad "la capital alterna" —y con ese mismo título escribió
Quintero Rivera un libro conmovedor— y en consecuencia la burguesía
local emprendió la construcción de obras e infraestructuras que aún hoy
engalanan a la ciudad más interesante de Puerto Rico.
En República Dominicana la rivalidad entre Santiago de los Caballeros y
la capital fue siempre un tema presente en la vida nacional. A
diferencia de Santo Domingo —un cascarón administrativo muy
conservador—, Santiago estaba ubicado en el centro de la producción
agrícola nacional —el valle del Cibao— y conectado con el comercio
internacional a través de Puerto Plata, al norte. Al mismo tiempo
Santiago siempre estuvo relacionado umbilicalmente (y aún hoy lo está)
al comercio con la parte occidental de la isla, inicialmente la colonia
de Saint Domingue y posteriormente Haití, y que hasta bien entrado el
siglo XX fue más poblada y más poderosa económicamente que la parte
oriental.
Aunque nunca Santiago alcanzó a la capital en términos demográficos, los
santiagueros se encontraron varias veces conspirando contra ella. En
fecha tan temprana como 1718 el cabildo santiaguero se pronunció contra
Santo Domingo en un motín llamado "de los capitanes", y donde se
involucraron varios franceses avecindados. Pero a todo lo largo del
siglo XIX el eje Santiago/Puerto Plata fue el bastión del liberalismo
insular. El prócer más destacado del liberalismo decimonónico —Gregorio
Luperón, un mestizo con ascendencia haitiana— fue una figura clave del
poder por una década y Presidente por dos años, cargo que ejerció desde
Puerto Plata y con sus principales apoyos en Santiago.
Lo que destruyó definitivamente las aspiraciones de estas "capitales
alternas" fue la inserción de estos países en la órbita de la economía
norteamericana como exportadores de azúcar y la conversión de las
respectivas capitales en intermediarias financieras y centros de
servicios para la economía emergente. Y, en consecuencia, la
entronización de regímenes políticos muy centralizados, soberanos o
coloniales. En Puerto Rico los primeros diez años del siglo XX muestran
una total reversión de las tendencias protagónicas de Ponce y el
fortalecimiento del rol de San Juan. En República Dominicana ello
ocurrió algo después, pero de manera dramática, bajo el gobierno de
Trujillo.
En Cuba, también La Habana fue retada desde los desarrollos regionales
pero donde la resistencia tenía siempre un carácter político muy
marcado. Sencillamente porque La Habana a diferencia de San Juan y Santo
Domingo, no era un simple pontón político/burocrático sino que se había
transformado desde el siglo XVIII en una ciudad desarrollista que
convirtió paulatinamente a toda la isla en su hinterland. La disparidad
entre la Habana y el resto de las ciudades era muy aguda. La arrogancia
habanera era una permanente bofetada al resto de la nación. Como afirmó
Moreno Fraginals, el gentilicio habanero no era solamente signo de
orgullo para sus detentadores, sino también de exclusión para el resto
del país. Fuera de La Habana, afirmaba un dicho, todo es césped, y el
césped no se debe pisar.
Por eso los retos a La Habana eran de otra naturaleza, eran retos
políticos "del interior" a la hegemonía capitalina en nombre del
liberalismo o del nacionalismo revolucionario. La historia está llena de
la resistencia del "interior" frente a la capital, desde los tiempos ya
muy lejanos que en que Silvestre de Balboa escribió su Espejo de
Paciencia. A lo largo del siglo XIX los liberales santiagueros y
camagüeyanos expresaron más de una vez sus repulsas públicas al
hegemonismo habanero. Y cuando la guerra se convirtió en el lenguaje de
la política, los revolucionarios cubanos hicieron todo lo posible por
llevar la conflagración a occidente como una manera de forzar el
involucramiento de una ciudad indiferente a las grandes epopeyas épicas,
que seguía llenando al mundo de azúcar con trabajo esclavo y desdeñando
olímpicamente a la gente del "interior".
La revolución de 1959 pudiera no ser una excepción. Fue un fenómeno
histórico denso y complejo. Según el ángulo de observación, pudiera ser
un pase de cuentas de los pobres contra una burguesía insensible; o de
la nación inconclusa contra la injerencia imperialista norteamericana; o
de la izquierda radical contra la derecha, el centro y la izquierda
moderada. Pero fue también la revancha de los habitantes del "interior",
urbanos y rurales, contra la soberbia habanera.
El gran proyecto de convertir a La Habana en un paraíso turístico
repleto de casinos, con una isla artificial y un nuevo centro
corbuseriano en el este de la bahía —el sueño de la burguesía capitalina
diseñado por Sert— sucumbió al paso de las tanquetas que transportaban a
una nueva clase política. Una clase política nutrida de personas nacidas
en "el interior" o que habían hecho allí su aprendizaje político, y que
venía inspirada en una suerte de austeridad plebeya para la que La
Habana con todas sus exquisiteces metropolitanas era parte de un pasado
burgués que debía ser superado. Aquella visita masiva de campesinos
azorados a la Habana en 1959, con sus sombreros y machetes, fue un hecho
cargado del simbolismo de una nueva era para la metrópoli del Caribe.
Creo que fue en 1968 cuando Fidel Castro amenazó con trasladar la
capital a Guáimaro, idea que afortunadamente no prosperó, y Guáimaro
siguió siendo únicamente "la capital de la décima". Pero la frustración
de la mala idea no evitó que 20 años más tarde un músico habanero —que
comenzó a hacer música con la banda de la nueva policía revolucionaria
en 1959— se quejara amargamente de que La Habana no aguantaba más.
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/la-habana-y-su-cesped-257682
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