Tuesday, November 17, 2015

Crónica de un balsero de a pie (II)

Crónica de un balsero de a pie (II)
Segunda parte del testimonio de un cubano que ha emprendido el peligroso
viaje de Guatemala a EE UU
MARIO J. PENTON MARTÍNEZ, Frontera Guatemala/México | Noviembre 17, 2015

Los días pasan lentamente en las inmediaciones del fronterizo río
Suchiate. Guatemala por esos días llora la muerte de centenares de
personas sepultadas en la tragedia del Cambray II. En "la casa de la
espera", como la bautizamos, ocho cubanos seguimos aguardando el momento
en que nos saquen de allí para cruzar la frontera y encaminarnos a
Estados Unidos. Los cubanos llegan a cuentagotas desde Ecuador y traen
consigo las historias del cruce de fronteras. Colombia, al parecer, era
el escollo más importante. Desde allí llegaron en lancha a Panamá. Una
avioneta los adentró en el país y la red de tráfico humano se encargó
del resto. Varios miles de dólares abonan el rastro de la mayor ruta del
éxodo cubano. Personas que desaparecieron al caer al mar, asaltados por
maleantes, mujeres violadas... Todo un cúmulo de historias que conocemos
por transmisión oral y que algún día los historiadores deberán dejar por
escrito para la memoria histórica de la nación cubana.

Cae la noche en el momento en que nos avisan de improviso: "Se van en 20
minutos". Alegría, sorpresa y consternación tras 15 días de espera, las
últimas palabras a los familiares, la preparación al salto definitivo.
"Mi hermano, si en 15 días no sabes nada de mí, puedes decirle a mami
que algo me pasó en México". Es un momento verdaderamente dramático para
todos. Nos uniremos en el camino a otro grupo con centroamericanos, al
menos eso se nos dice. Habrá que sortear 27 puntos de control fijos
desde Guatemala a México DF, más los que la Policía Federal mexicana
improvise.

El viaje en camioneta hasta el río dura media hora. La estridente música
cristiana del coyote contrasta con la quietud de las milpas. Finalmente,
el coyote nos entrega al guía, la persona que nos llevará hasta la
Ciudad de México. Una última plegaria con el respectivo envío solemne,
como el que se le hace a los misioneros, es el recuerdo que nos deja
nuestro coyote Juan. El guía, Carlos, es una persona sencilla, e incluso
me atrevería a decir que algo de nobleza brilla en sus ojos. Vivió un
tiempo en Estados Unidos como mojado, pero se regresó a Guatemala cuando
la vida allá se le hizo insoportable sin su familia. Ahora se dedica a
este negocio, que, según nos cuenta, le da en una semana lo que tardaría
tres meses en conseguir con su oficio de labrador.

El primer reto es cruzar el río Suchiate. Es medianoche y estaba
crecido, al punto de tener que esperar dos horas para, no sin riesgos,
poderlo hacer. Una frágil cámara de tractor amarrada con tablas nos
traslada a la otra orilla. Allí nos informan de que se nos unirán dos
guatemaltecos, entre ellos una muchacha que, antes de salir, le pide al
coyote que lleve condones suficientes porque teme ser violada. Entre
milpas y selvas, caminamos alrededor de dos horas. Los perros y la luz
de los vecinos nos hacen correr en estampida. Todos seguimos al líder,
pues las órdenes son claras: estamos en un ejercicio de supervivencia.
Llegamos a un riachuelo que las lluvias recientes habían convertido en
un caudal importante. El agua nos empuja con fuerza a la altura del
pecho, mientras sobre la cabeza llevamos los pasaportes para que no se
mojen. Las dos mujeres del grupo, una cubana y otra guatemalteca, tienen
que ser auxiliadas. Esa noche termina alrededor de las cuatro de la
mañana, cuando llegamos a una casa en medio de la nada. Allí conocemos a
la otra parte del grupo: ocho hindúes que sin hablar español se han
lanzado a la aventura de cruzar medio mundo para reunirse con sus
familiares a través de la porosa frontera sur de Estados Unidos.

Antes del amanecer somos conducidos, tal y como estábamos, mojados y
ateridos de frío, hasta una isla en medio de una zona pantanosa. El
viaje en barca es sin dudas espectacular. La riqueza del manglar,
repleto de caimanes, por cierto, nos recuerda la Ciénaga de Zapata. Los
bosques, los arreboles del sol naciente, la sensación de estar cerca del
mar... En aquella isla estamos ocultos todo ese día.

A un lado el mar, al otro el pantano. Es allí donde conozco a Erick, de
nueve años, quien con sus profundos ojos negros y acento indígena nos
cuenta los peligros de la selva y sus sueños de ser arquitecto para
construir una hermosa casa para su mamá, sueños poderosos de un niño que
contrastan con la humildad de los pisos de tierra y techos de láminas
del lugar. Una sola comida al día nos da fuerzas para seguir. En la
noche partimos, nuevamente en barca, hacia tierra firme. Conducidos en
camiones hasta los puntos de control del Ejército mexicano, los
bordeamos atravesando la maleza repleta de peligros: ríos, serpientes
venenosas, finqueros que protegen sus propiedades de maleantes... Largas
horas de camino en la noche, acompañados por la imagen de la Virgen de
la Caridad del Cobre.

El día nos sorprende en plena selva. Tendremos que esperar la protección
de la noche para proseguir la ruta. Una lluvia torrencial hace que
estemos muy unidos bajo la única manta disponible. Son horas difíciles
en las que el cuidado de no ser descubiertos se combina con la
protección de los documentos que nos acreditan como cubanos. Nuevamente,
una comida al día. Con mi deficiente inglés trato de traducir a los
desconcertados hindúes lo que el guía les dice. Entre algunos cubanos
comienza la antipatía hacia aquellas personas de otra raza que, por lo
demás, se la pasan rezando. El desconocimiento mutuo, avivado por los
instintos primarios de un isleño que no es trigo limpio, enrarece el
ambiente casi hasta el punto de comenzar una pelea. Jugar el papel de
intermediario es tarea difícil. Una vez más, confirmo lo poco
capacitados que estamos los que crecimos bajo la Revolución para
convivir con lo diferente sin que represente una amenaza. El daño
antropológico está hecho y costará generaciones superarlo.

Nuevamente, caminos impracticables en la noche, los pies deshechos de
ampollas, la piel dañada por los insectos. Hambrientos y cansados nos
encaminamos, atravesando una línea ferroviaria, a bordear otro punto de
control. Son las dos de la mañana cuando el guía nos dice que hagamos
silencio tras escuchar movimientos más adelante. Las crujientes piedras
del ferrocarril no ayudan a conseguirlo. Al parecer los asaltos son
comunes aquí. Esta noche tenemos suerte. El asaltante finge estar
dormido junto a un enorme machete. Acostumbrado como está a asustar a
grupos pequeños de mojados centroamericanos que no suelen pasar de tres
o cuatro miembros, el nuestro le parece demasiado para él solo. Por
ahora estamos a salvo.

El camino hasta el próximo punto de descanso es en extremo incómodo. En
posición fetal vamos hacinados y ocultos en el camión. Solo los momentos
en los que hay amenaza de policía son un respiro, pues debemos bajarnos
a toda prisa e internarnos en la maleza para escondernos. Termina la
noche y los carteles anuncian que estamos en Veracruz. Hemos pasado tres
días en la tierra azteca. Llegamos a una finca donde pasaremos el día.
México DF, próxima escala del viaje, está cada vez más cerca.

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Nota de la Redacción: El autor trabajó como religioso consagrado para la
Iglesia católica en Guatemala durante casi dos años antes de emprender
el viaje hacia Estados Unidos.

Source: Crónica de un balsero de a pie (II) -
http://www.14ymedio.com/reportajes/Cronica-balsero-pie-II_0_1890410959.html

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