Retrato del artista sumiso
La fórmula, muy sencilla, practicar la autocensura con entusiasmo y
tener siempre presente que se podía jugar con la cadena pero jamás con
el mono.
José Abreu Felippe
junio 11, 2015
Al intelectual y al artista se les consideraba la conciencia, la voz, el
rostro de una nación. Mientras más prestigio tuviera su obra, más peso
adquiría su palabra. Su opinión sobre determinado asunto podía inclinar
la balanza y zanjar una discusión. Pero todo esto ya, al menos en el
caso cubano, ha pasado a ser prehistoria, agua ida, decadente y
trasnochado romanticismo.
Tras más de medio siglo de dictadura totalitaria hay un desgaste
manifiesto, un cansancio ideológico, una apatía visceral. ¿Qué ha pasado
con el cubano, especialmente en estos últimos veinte años? El artista
–por abreviar incluyo en esta palabra todas las manifestaciones
intelectuales creativas– se ha transformado en un ente apolítico –no
importa que haya escapado por el Mariel, en balsa, o solicitado asilo en
cualquier frontera o aeropuerto–, más integrado que nunca a la manada
nacional y con un instinto gregario hipersensibilizado, o hipertrofiado,
que es difícil establecerlo. No está aquí por problemas políticos, sólo
desea ampliar sus horizontes culturales y mejorar su economía.
Este artista de nuevo formato no fue forzado, como sus colegas en las
décadas del sesenta, setenta y ochenta, a romper lazos familiares y
relaciones con sus afines y contemporáneos "desafectos" o que habían
marchado al exilio –prohibido cartearse. No fueron a la cárcel por
intentar sacar un manuscrito del país y, aparentemente, no les pisaron
los callos a menudo ni les patearon por donde suele ocurrir, lo
suficiente, como para dejar huellas, algo en la memoria. Ni siquiera
vivieron marginados en Cuba: publicaban, los premiaban, eran jefes de
redacción de tal revista, estrenaban, exponían sin mayores
contratiempos. La fórmula, al parecer, era muy sencilla, practicar la
autocensura con entusiasmo y tener siempre presente que se podía jugar
con la cadena pero jamás con el mono.
Aquí, hacen ostentación, con orgullo patrio, de sus afiliaciones (a la
UNEAC, por ejemplo) y de los premios y condecoraciones otorgados por la
dictadura. Allá se portaron bien, fueron niños buenos, se abstuvieron de
mencionar a nadie que no se podía mencionar hasta que lo autorizaban.
Llegado ese momento se daban a la tarea de rescatar el legado del autor
olvidado (convenientemente fallecido), sobre todo su etapa
revolucionaria, si fueron comecandela, mejor, y resaltando lo que
sufrieron lejos de su patria, lo que pasaron trabajando en supermercados
donde comprar es un placer, pagando para poder publicar alguna cosilla,
hasta que, finalmente, llenos de frustraciones, vegetaron hasta la
muerte –o se volaron la cabeza– o, los más afortunados, regresaron, oh
ventura, a la patria que los vio nacer.
Es curioso, pero, a la orden, todos se volvieron lezamianos, virgilianos
y reinanianos. Sin mencionar –para qué hurgar en etapas superadas– que a
Lezama, sólo por incordiar, le decomisaban hasta la medicina para el
asma que le mandaba la hermana; que vivió los últimos años de su vida
acosado y sin que se le publicara ni una línea (basta leer la escueta
nota necrológica para imaginar la consideración que se le tenía
entonces); que igual tratamiento recibió Virgilio, peor aún si cabe; y
que a Reinaldo Arenas no pararon hasta meterlo en la cárcel. Los tres
eran homosexuales, así que no podían esperar mucho de la revolución del
macho cabrío.
Algunos de estos artistas de la sumisión se especializaron en ellos y se
convirtieron en expertos, en autoridades en la materia. Todos unos
eruditos que dan conferencias en las universidades del mundo entero.
Aquí, de visita en el norte revuelto y brutal que los desprecia, se
reúnen con sus antiguos compañeros de estudio, trabajo (y fusil).
Mendigan, porque generalmente hasta el pasaje y la estancia hay que
pagárselos, se abastecen de champú y otras maravillas capitalistas y
regresan a ponerse la mordaza y los dorados grilletes. Y todos tan
felices. No hay rencores, somos hermanos, un solo pueblo, etc. Es que
los tiempos han cambiado, argumentan.
Por otro lado, cantantes, actores, pintores "del exilio" –ahora
rebautizado como "diáspora"– viajan a la isla a dar conciertos, a
participar en funciones teatrales, en películas o en exposiciones
personales, colectivas, bienales, ferias, etc. Los escritores publican y
presentan sus libros en la fortaleza de la Cabaña, a la sombra del Foso
de los Laureles como si nada. Aclaremos que no todos. Algunos de allá no
pueden salir, no se lo permiten o están en la cárcel. A algunos de aquí,
aunque se humillan al máximo, no los dejan entrar, los tienen
castigados. Unos pocos se acuerdan todavía de que son exiliados y siguen
envejeciendo aferrados a una postura que los demás miran con desprecio y
cierta lástima: Son fósiles en extinción, reliquias del pasado.
Ahora, la pregunta que me hago es: ¿Ya se acabó la dictadura y yo no me
he enterado?
Publicado originalmente en El Nuevo Herald el 11 de junio del 2015.
Source: Retrato del artista sumiso -
http://www.martinoticias.com/content/cuba-retrato-del-artista-sumiso/96411.html
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