A partir del tiempo real
VICENTE ECHERRI, Miami, FL | Enero 04, 2015
Para los cubanos, la llegada del Año Nuevo ha estado, por más de medio
siglo, inextricablemente asociada a otra efeméride: el triunfo de la
revolución liderada por Fidel Castro en 1959, la cual no tardó en
convertirse en un régimen totalitario de partido único que se extiende
hasta hoy.
Si el recordatorio es unánime entre los nuestros, no así su sentido:
algunos, consumidores de trasnochados énfasis nacionalistas —que cada
vez son menos— celebrarán lo que definen como la llegada de la soberanía
e independencia verdaderas junto con la realización de anheladas
conquistas sociales; otros —tanto en Cuba como en el exilio—, que alguna
vez festejaron ese triunfo y hace mucho se consideran traicionados y
estafados por el régimen de la revolución, recordarán con nostalgia lo
que, a su parecer, pudo ser el rumbo hacia la verdadera democracia: la
esperada revolución que habría de barrer las “lacras coloniales”, que
habían sobrevivido en la república, para consolidar los ideales
martianos de libertad, justicia y equidad sobre los cuales se fundó la
nación. Los más escépticos somos de la opinión que ese 1 de enero de
1959 fue un día infausto, en el cual, en un acto de colectiva
irresponsabilidad, el pueblo de Cuba, y particularmente sus clases más
representativas, le entregaron la república a un demagogo, con conocidos
antecedentes gansteriles, que ya había puesto en marcha un proyecto para
el derribo de las instituciones democráticas y su vitalicia estada en el
poder.
Somos cada vez menos los cubanos que conocimos el país que precedió al
triunfo revolucionario. Aunque no dispongo de datos estadísticos al
respecto, no es temerario afirmar que la mayoría de mis compatriotas
nació después y que incluso algunos que ya estaban en el mundo entonces
tienen una idea distorsionada del pasado gracias a tantos años de
insistente adoctrinamiento. No son pocos, por ejemplo, los
anticastristas de corazón y méritos que, sin embargo, aún creen que la
revolución fue un recurso al que se apeló justa y necesariamente para
reformar lo que algunos insisten en llamar la “pseudorrepública” y, en
consecuencia, aunque cuestionan la gestión del castrismo y su
perpetuidad al frente del Estado, dan por buenos sus motivos de origen.
Mi niñez transcurrió en la década del 50 y tengo memoria del país
pujante y vital que teníamos, y de las libertades que gozábamos, a pesar
del golpe de Estado de 1952, de ciertos niveles de corrupción política y
administrativa —insignificantes si los comparamos con los existentes en
la actualidad— y de los desmanes y ejecuciones extrajudiciales cometidos
por la fuerza pública durante la etapa de la guerra civil (que, aunque
condenables, son apenas una vigésima parte de los que le atribuyó la
revolución triunfante). Con esto no pretendo aligerar a Fulgencio
Batista de las responsabilidades que él y su gobierno tienen ante la
historia, tan sólo ponerlas en su justa perspectiva. El gobierno de
Batista no puede calificarse propiamente de tiranía (como suele
repetirse en la prensa y los textos de historia que circulan en Cuba),
ni siquiera de dictadura en el sentido en que lo fueron otros regímenes
de esa estirpe en Latinoamérica. De haber sido una tiranía, la
supervivencia de Castro habría sido impensable: las tiranías se
comportan de otra manera. Además, Batista no tenía ningún plan de
perpetuarse en el poder. Cuando renunció a la presidencia, en la
madrugada del 1 de enero, adelantaba su salida de palacio por unas pocas
semanas: las que mediaban entre esa fecha y el 24 de febrero en que le
hubiera entregado el gobierno a Andrés Rivero Agüero y, casi
seguramente, se habría marchado del país, como había hecho, en
circunstancias menos dramáticas, en 1944. Comparar el gobierno de
Batista con el castrismo es lo mismo que comparar un resfriado con un
cáncer: el primero, que coincidió, además, con una época de altísima
prosperidad en nuestra vida nacional, era un mal transitorio; en tanto
el segundo ha conseguido arruinar el país y envilecer al pueblo hasta
niveles que habrían sido inimaginables aquel primer día de 1959.
No tengo ninguna duda de que nuestra experiencia democrática —que se
extiende desde el 20 de mayo de 1902 hasta el 1 de enero de 1959, cuando
los poderes públicos se desmoronaron para que Cuba ingresara en el
despotismo— fue, pese a todos los defectos que puedan apuntársele, un
orden infinitamente superior y más civilizado que lo que vino después:
un país que progresaba, no obstante ciertos niveles de corrupción y
algunos períodos de autoritarismo gubernamental que nunca lograron ni se
propusieron, estos últimos, suprimir las libertades fundamentales (como
lo prueba la prensa de la época). Todos los logros importantes de
nuestra vida nacional, incluida la salud y la educación pública
gratuitas, son fruto de ese tiempo (aunque algunos se extendieran
cuantitativamente luego).
Si un defecto grave tuvo la república que antecedió al castrismo fue el
de la frivolidad de sus intelectuales y políticos que contribuyeron, con
sus críticas desmedidas, a socavar las instituciones democráticas, en
tanto invocaban, a la ligera, la Revolución (como un expediente de
violencia que advendría para resolver todos los problemas y curar todos
los males, sin comprender que soluciones y curaciones se iban logrando
por el lento y firme camino de la evolución). En los 25 años que
preceden a la llegada de Castro al poder (de 1933 a 1958), el pueblo
cubano vivió ingenuamente en expectativa de revolución, al punto que
todos los movimientos políticos de importancia y todos sus agentes
(tanto desde el gobierno como desde la oposición) se proclamaban
revolucionarios; sin advertir que esa actitud agredía los soportes
mismos sobre los que descansaba una democracia que en verdad necesitaba
perfeccionarse, pero que no precisaba ser demolida.
En este momento en que empieza a surgir en Cuba una nueva conciencia
política que busca recobrar las libertades conculcadas y los derechos
perdidos durante tanto tiempo, se impone un análisis radical (que llegue
a las raíces) para negarle legitimidad y pertinencia a la acción
revolucionaria —que por malicia de unos cuantos e ignorancia de los más—
nos lanzó al abismo aduciendo que nos salvaba. Para reformular la patria
nueva no se puede partir, en mi opinión, del 1 de enero de 1959 que nos
hizo entrar en la intemporalidad totalitaria, sino del tiempo real —con
luces y sombras, grandezas y miserias— que le precedió.
Source: A partir del tiempo real -
http://www.14ymedio.com/opinion/partir-tiempo-real_0_1700829901.html
No comments:
Post a Comment