Al desván de la historia
Los revolucionarios en América Latina reivindican pero no piensan. Sin
un cuerpo intelectual serio se desgastan en la propaganda y, cuando
proponen, se abalanzan, si acaso con mala conciencia, en torno al
capitalismo
viernes, septiembre 5, 2014 | Manuel Cuesta Morúa
LA HABANA, Cuba. –Hacia ese lugar se dirigen, derechitas, la izquierda
revolucionaria y la izquierda populista. Sus derrotas, que están siendo
completas, tienen un valor estratégico fundamental para las opciones que
avizoro promisorias del centro-izquierda socialdemócrata en América
Latina. No se trata solo de la cuestión del poder sino de la cultura
política.
A pesar de que ciertos medios del hemisferio no sigan la recomendación
del historiador Michel de Certau, en L`Invention du Quotidien (1980) (La
Invención de lo cotidiano) según la cual a la gente no debe juzgársela
idiota, no hay más futuro previsible para aquellos atormentados sectores
políticos en el mediano y largo plazos.
No importa que la revista norteamericana The Nation, a lo John Reed, el
de Diez días que estremecieron el mundo, intente burlarse de nuestras
historias de vida y de nuestra percepción y capacidad analíticas, como
hizo en su reportaje sobre Cuba el pasado mes de junio. O que Telesur y
el Foro de Sao Paulo vivan, respectivamente, de las miserias mediáticas
y de la recuperación intelectual de las viejas ideas monárquicas para
sus propuestas. Eso no importa, lo significativo es que el curso y
discurso del populismo y la revolución-revolucionaria de los "pueblos"
tocan a su fin, dondequiera que han prevalecido.
Si apartamos el caso de Evo Morales, cuya hegemonía política solo es
posible por la hegemonía cultural ―en un éxito bastante atípico de la
teoría del italiano Antonio Gramsci― el resto de estas izquierdas vive
sus restos sobre el eje de la esquizofrenia ideológica, con su
espléndida recepción a la economía de mercado y al dólar, conviviendo
con la narrativa totalitario-electoral. Y miremos a los casos de Daniel
Ortega en Nicaragua y Rafael Correa en Ecuador. O se montan, ellas,
sobre el populismo de élites millonarias y corruptas como en Argentina y
el Brasil, o sobre la obscenidad monárquica que reivindica el incesto
político como modernización, tal y como acontece en Cuba, o sobre la
combinación de terrorismo y negociación que practican las FARC en
Colombia, o, finalmente, sobre la vieja estructura geopolítica de los
Estados clientelares como sucede con ciertas islas del Caribe.
A todo esto Latinoamérica comienza a decirle adiós. Discretamente como
en el caso de Uruguay, donde un viejo guerrillero que se hizo culto y
sabio prefirió gobernar de un modo ramplón, basto y simple por temor a
que sus propias ideas complejas interfirieran con su mandato y estilo
revolucionarios; aunque eso significase, como está ocurriendo, el
declive del Frente Amplio entre la arrogancia y el ascetismo inimitable.
Las razones de esta despedida latinoamericana no son visibles para la
mayoría de los espacios mediáticos, cuya misión es contar el día a día
noticioso sin profundizar mucho en los cambios debajo de la línea de
flotación, pero están ahí.
La primera es el agotamiento de las ideas de la idea revolucionaria. Los
revolucionarios en América Latina reivindican pero no piensan. Sin un
cuerpo intelectual serio se desgastan en la propaganda y, cuando
proponen, se abalanzan, si acaso con mala conciencia, en torno al
capitalismo perfectamente conocido, en estado de negación, sin embargo,
con la democracia liberal.
Esta nueva trinidad entre la falta de ideas, el capitalismo sin
comentarios y la querella con los fundamentos liberales de la democracia
ha tenido sus malas consecuencias para la izquierda revolucionaria y
populista: el divorcio constante y a borbotones con las emergentes
clases medias que comienzan a apostar por personas y modelos más
consolidados y menos estridentes. Y esta es la segunda razón del hasta
la vista: los que crean no les quieren.
Rafael Correa, a distancia el más inteligente de todos los
representantes de este tipo de izquierda, se recoge de cuando en cuando,
apuesta por un Sillicon Valley en Ecuador ―un proyecto que ningún
revolucionario estilo latinoamericano debería abrazar en su sano juicio―
y se propone relanzar sus relaciones con Israel. Es decir, prefiere ir
gobernando más con las ideas que con su ausencia.
Pero Venezuela, Cuba y Brasil son los países donde mejor se percibe, con
sus claras y evidentes diferencias, las malas consecuencias de esta
trinidad. En los tres, las clases medias, sin importar su diferente
grado de desarrollo y fuerza, abandonan a su manera la revolución y el
populismo. El fenómeno es sociológico y revolucionarios y populistas no
saben interpretarlo porque se llevan mal con la sociología, sobre todo
los primeros. Esta da algo así como que dolor de cabeza y lo mejor es
mantenerse a distancia de las farmacéuticas del imperialismo.
Pero Venezuela y Cuba reprimen y expulsan a las clases medias. Casi las
repudian. Con un nivel de estulticia tal que cabe preguntarse si el
suicidio económico es parte connatural de la economía revolucionaria. El
chavismo Maduro resulta un caso de patetismo económico en un país que,
en vez de adquirir la mejor tecnología para la prospección petrolera, se
dedica a comprar capta huellas destinadas a la administración y
vigilancia digitales de la pobreza revolucionariamente inducida. Y la
izquierda reaccionaria de la isla está completamente peleada con los
únicos sectores que le traerán prosperidad a Cuba en cualquier noción
del bienestar y en cualquier época de su historia.
Las clases medias del siglo XXI votan contra las revoluciones. También
contra los populismos. Como parece ocurrirá en Brasil dentro de muy
poco. Allí el fenómeno de Marina Silva, la candidata del Partido
Socialista, merece una observación detenida. Ella es la primera
candidata progresista en la región que no abraza las ideas populistas.
Hasta Michelle Bachelet, en un país tan psicológicamente estructurado
como Chile, coquetea con el populismo: esa segunda tumba perfecta de
cualquier pensamiento que piense en las mayorías y en los de abajo.
La tercera y última de mis razones para explicar el fenecimiento de
aquellas formas de no entender para nada el progreso de las sociedades,
es su divorcio con los nuevos rostros de la ciudadanía que emergen en
América Latina: la ciudadanía cultural, que es algo distinto a la
cultura étnica porque se trata de elegir estilos de vida; la ciudadanía
política, que funciona a favor de la mejor propuesta y que permite y
legitima el cambio de voto a pie de urna, y la ciudadanía informada, que
basa su elección en un contraste de fuentes informativas y de
conocimiento. Los revolucionarios y populistas insisten en un término
impronunciable en una época de diversidad y multiculturalismo, de
reivindicación de identidades perdidas y de búsqueda de auto
reconocimiento: el pueblo. No es casual que reivindiquen la violencia
como instrumento del poder del pueblo contra el pueblo. Pero podemos ir
respirando, sus energías se agotan. Gracias, Maduro.
Source: Al desván de la historia | Cubanet -
http://www.cubanet.org/opiniones/al-desvan-de-la-historia/
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