¿Nos reconciliamos?
En el plano más íntimo, la reconciliación tiene que ser, ante todo, el
reconocimiento de que cometimos errores, pero que todos lo hicimos
creyendo que hacíamos lo mejor
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 14/02/2012
En días pasados tuve el privilegio de ser invitado a participar en un
taller en Santo Domingo sobre el tema de las reconciliaciones
nacionales. Y donde obviamente se intercambiaron algunas ideas sobre la
que debe tener lugar en Cuba en algún momento, me imagino, de este siglo.
Fue una reunión de personas muy diversas —géneros, edades, razas,
residencias, oficios— aunque todas ellas localizables en esa franja soft
que anhela el cambio, pero sin disrupciones fatales, aun cuando tengan
sustanciales variaciones a la hora de definir en qué sentido y cómo
hacerlo. Fue en realidad un encuentro emotivo e inteligente y hay que
agradecer este esfuerzo a sus organizadores: la Fundación Friedrich
Ebert y el Baruch College de la CUNY.
Para mí fue muy importante porque me obligó a pesar en un tema por el
que nunca he sentido una especial inclinación. Probablemente porque no
pertenezco a la respetable franja de personas que lloran sus destierros
y siempre mantienen un foco sentimental sobre el lugar en que nacieron.
Y creo que es así porque he tenido que estar mucho tiempo fuera de mi
patria de nacimiento, a veces por muy largos períodos (este último por
largos doce años y sigue) y he aprendido a adoptar nuevas patrias. Y
andar en ellas ligado a las mismas causas que me siguen atando a Cuba.
Un amigo de un amigo decía que su patria era allí donde estaba su
laptop. Es una afirmación ríspida, excesivamente dura, pero de cualquier
manera creo que por ahí, en buen dominicano, anda la vaina.
Pero volviendo al tema, creo que sobre el asunto de la reconciliación
pueden producirse graves equívocos, incluso provenientes de las mejores
intenciones. Y en consecuencia es saludable definir claramente qué
queremos decir con un término tan cargado de emotividades.
En un plano que llamaría sistémico, siempre desde mi punto de vista, la
reconciliación no puede significar regresar a una Cuba
prerrevolucionaria. Una Cuba que en la mente de muchos exiliados se
describe como el mejor de los mundos posibles. Es posible que sí lo
fuese para algunos exiliados, pero no creo que haya sido así para la
mayoría que aplaudió con entusiasmo la negación revolucionaria de ese
estado de cosas. Pero sí es innegable que de ese pasado habrá que
rescatar muchas virtudes que el discurso y la historiografía
postrevolucionarios se ha empeñado en reducir a puras escorias
pretéritas. Como también habrá que definir qué es lo que hay que
conservar de la historia posterior a 1959. Decisiones que, por supuesto,
no pertenecen a las élites de ambos lados del Estrecho de la Florida, ni
a sus intelectuales subsidiarios, sino a todos los cubanos, residan
dentro o fuera de la Isla.
Reconciliación no puede ser la difuminación de las ideologías en un
abrazo político. Seguirán existiendo, por suerte, muchas posiciones
ideológicas (políticas, históricas, posicionales) que serán opuestas.
Pero todas —y sus expresiones políticas— deberán aceptar reglas de juego
claras que faciliten procesos democráticos y pluralistas. La
reconciliación no puede omitir a priori ni a los comunistas (los
reales), ni a los neoliberales, ni a ninguna fracción política que
acepte esas reglas de juego, pues si alguien queda fuera, siempre la
reconciliación será débil. Y la democracia resultante será engañosa.
Políticamente, por tanto, la reconciliación no nos hace hermanos, sino
simplemente comensales.
Pero si me concentro en el plano más íntimo —que es el que me interesa
discutir ahora— la reconciliación tiene que ser, ante todo, el
reconocimiento de que cometimos errores, pero que todos lo hicimos
creyendo que hacíamos lo mejor; y que hay una vida por delante que hay
que abordar sin la impedimenta de las animosidades.
Y si es así, hace ya mucho tiempo que la reconciliación comenzó.
Primero con las familias, que a pesar de las presiones políticas nunca
rompieron. O que cedieron y congelaron los contactos, pero que los
retomaron apenas existió el menor resquicio para hacerlo. Nuestra
cultura caribeña —y en particular nuestra mezcla de andaluces y
africanos— es siempre proclive al entendimiento si existe la menor
posibilidad de realizarlo. Y a olvidar, pues nuestros corazones no son
celdas de largas condenas sentimentales. Y aunque estoy de acuerdo que
olvidar no basta, creo que estar dispuesto a hacerlo es haber recorrido
buena parte del camino.
Si hoy perdura una franja de separación y resentimientos mayores, ello
es debido a la existencia de factores políticos externos que obliteran
—cada vez con mayores dificultades— el entendimiento y la reconciliación.
Una primera locación de estos factores está en el exilio/migración y en
las políticas gubernamentales americanas. No me detengo en ellos, pues
son perfectamente conocidos: personas profundamente resentidas (con o
sin razones justificadas para ello), políticos oportunistas en busca de
votos floridanos, ultraderechistas militantes y emprendedores
negociantes que han hecho del anticastrismo una veta de oro para
prosperar sin trabajar. Y el gobierno americano, no importa quién esté
al frente de la Casa Blanca, para el cual Cuba es un tema secundario
desde todos los puntos de vista, y sobre la cual es más beneficioso
mantener el actual bloqueo/embargo que asumir un descongelamiento
unilateral, siempre costoso.
Pero creo que el principal factor que obstruye la reconciliación ya en
marcha, reside en Cuba. No en las bandas de facinerosos que golpean
disidentes y apedrean viviendas. Tampoco en los blogueros oficialistas
mal pagados (mis mascotas preferidas) que han hecho de la difamación un
modo de vida. Estos personajes son rescoldos políticos en extinción que
sirven a la causa más por conveniencia que por convicción, y que no
tardarán en pasarse de bando cuando varíen las circunstancias.
O, mejor dicho, cuando varíe esa circunstancia determinante que es el
Estado cubano. Porque creo que el principal factor que en la actualidad
actúa como un atizador del odio entre los cubanos, de la separación y
del resentimiento, es el conjunto de políticas represivas y de
expropiación de los derechos ciudadanos que practica el Gobierno de la
Isla contra todos los cubanos, los de adentro y los de afuera.
Una hipótesis que se me ocurre sobre este tema es que según la
"actualización" económica de Raúl Castro se siga moviendo, y aparezcan
nuevas necesidades de apoyos —como la que motivó la alianza con la
jerarquía católica— el Gobierno cubano pudiera abrir algunas compuertas
específicas, por ejemplo, para facilitar las inversiones de los
capitalistas cubanoamericanos, o para facilitar los intercambios con la
franja más soft de la emigración. De manera que comenzaremos a observar
una dinámica en que la élite cubana comenzará a mover la reconciliación
como consigna. Obviamente en el más grotesco espíritu lampedusiano. Pues
a la élite cubana le sucede como a Dios en aquel dialogo con Lucifer que
imaginó Saramago: no puede vivir sin la amenaza del diablo.
Me temo que si no reconocemos la complejidad de esta situación, no
podremos avanzar en un debate serio sobre el asunto. La sociedad cubana
no está representada por las bandas de exaltados que apalean opositores
en Cuba o amenazan artistas en Miami. No es ni quienes planearon y
ejecutaron la bomba en el avión de Barbados, ni quienes ordenaron y
ejecutaron el hundimiento del remolcador 13 de Marzo. Hace tiempo esta
sociedad se manifiesta en los encuentros de familiares y amigos en los
aeropuertos de Miami y de la Habana. Ellos —ruidosos, genuinos,
desprejuiciados— son los que marcan el curso de la reconciliación.
Siempre es útil conocer metodologías del acercamiento de los
distanciados, de la reunificación y el perdón. A veces los
resentimientos son muy profundos y, lo dijo Freud, lo reprimido siempre
regresa. Pero no creo que a estas alturas del juego sea esta necesidad
la que apremie. Lo que necesitamos es una acción decidida que obligue al
Estado cubano a cesar sus prácticas discriminatorias, divisionistas y
represivas contra la totalidad de la nación cubana. Y en primer plano,
se me ocurre, exigir una normalización migratoria que coloque a nuestro
país al mismo nivel de la mayoría de las sociedades contemporáneas, ni
más, ni menos.
No es moviendo pequeñas piezas en pequeñas acciones como lograremos
cambiar la actual situación. Más importante, en este sentido, que todo
lo que hacemos en ese nivel micro de entendimiento es lo que hace
nuestra vigorosa sociedad.
O colocamos nuestras acciones y demandas por encima del patíbulo, o
terminamos, a pesar de nuestras intenciones, apuntalando al patíbulo.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/nos-reconciliamos-273911
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