Fidel Castro confunde la narración de su vida con el relato de la
historia de Cuba, y no duda en alterar detalles. ¿Cómo podría
reivindicar la vida del padre Varela si esta es incompatible con un
régimen de partido único?
Rafael Rojas 19 FEB 2012 - 00:01 CET
¿Por qué un político como Fidel Castro, que gobernó durante medio siglo
Cuba y que no siguió gobernándola sólo porque su salud se lo impidió,
que tiene a su hermano menor al mando del país y que jamás es
cuestionado en la opinión pública de la isla, dedica su retiro a
justificar insistentemente su lugar en la historia? En los últimos seis
años, Castro ha publicado cuatro libros de memorias y ha agenciado la
publicación de alguna biografía favorable. ¿Cuál es la raíz de esa
obsesiva administración de un legado político?
Hay algo significativo, por no decir sintomático, en el hecho de que
este dictador haya iniciado su carrera política anunciando que la
historia lo "absolvería" y que la termine enfrascado en alegatos
personales sobre su comportamiento en el pasado. Si no fuera forzar
demasiado el paralelo, podría observarse en Fidel Castro el gesto de
Luis XVI en la Torre del Temple, narrado por Lamartine en la Historia de
los girondinos (1847). El historiador francés destacaba que en su
alegato justificativo, antes de ser condenado a muerte por traición a la
patria, Luis XVI atribuyó toda la tragedia francesa a la "situación" y
al "tiempo" que le tocó vivir.
Los cuatro últimos libros de Fidel Castro —Biografía a dos voces (2006),
una larga entrevista autobiográfica con Ignacio Ramonet, La ofensiva
estratégica (2010), La victoria estratégica (2010) y el más reciente,
Guerrillero del tiempo (2012),otra larga entrevista autobiográfica, en
dos tomos y más de mil páginas, con la periodista cubana Katiushka
Blanco— son narraciones que reiteran pasajes conocidos de la vida del
político cubano: la infancia en Birán, los estudios en el jesuita
Colegio de Belén, la turbulenta juventud universitaria, el Moncada,
México, el Granma, la Sierra Maestra, la entrada en La Habana en enero
del 59, Playa Girón, los atentados, los sabotajes y su larga "lucha
contra el imperio", frase con la que se despachan de un plumazo los
últimos 50 años de la historia de Cuba.
Si alguna historia conoce el pueblo de Cuba es la de la Revolución,
machacada durante cinco décadas
Pasajes tan conocidos que hasta un escritor cubano, Norberto Fuentes,
los contó ya en primera persona y mejor prosa. Si alguna historia conoce
el pueblo de Cuba es esa, ya que, en síntesis, no es otra que la
historia oficial de la Revolución Cubana, machacada durante cinco
décadas a varias generaciones de niños y jóvenes. La misma historia que
en cinco décadas han contado la radio y la televisión, los carteles y la
fotografía, el cine, la plástica y los cientos de escritores y
periodistas que han aspirado, alguna vez, al cobijo del Estado cubano.
La misma historia que repite día con día la cronología épica y el
panteón heroico del Gobierno insular.
El culto a la personalidad de Fidel Castro ha sido la pieza clave de la
historia oficial cubana. Lo que sucede en los últimos años es que
mientras la mayoría de los historiadores jóvenes de la isla se aparta de
ese relato, este último se concentra más y más en la persona del propio
Castro. Es esa persona la que, al final de sus días, narra la historia
de la nación cubana en forma de autobiografía, como si la historia del
país cupiera dentro de la historia de su yo. Sólo que ahora, a
diferencia de hace medio siglo, Castro no está interesado en presentar
la Revolución como fin de la historia de Cuba sino en retrasar la
historia de Cuba posterior a él.
Estos libros poseen, aunque pronunciados, todos los vicios de las
historias oficiales de cualquier dictadura moderna. En ellos no se
reconoce la diversidad de actores sociales y políticos que se enfrentó a
la dictadura de Fulgencio Batista, ni la fractura de la comunidad cubana
luego del triunfo revolucionario, ni los perjuicios económicos y
culturales que tuvo la integración al bloque soviético y la adopción de
las peores políticas centralizadoras, ateas, machistas, homofóbicas,
racistas e intolerantes. Estos libros no son la memoria crítica de un
revolucionario: son la justificación de una vida en el poder. La
historia que lo "absuelve" no es la Historia sino el relato que él y sus
seguidores escriben.
Una justificación que intenta movilizarse, por adelantado, contra el
juicio que las futuras generaciones de cubanos deberán emitir y contra
la ascendente visión plural de la historia del siglo XX que se abre paso
entre los jóvenes historiadores, dentro y fuera de la isla. Basta leer a
los autores más fieles a la línea oficial y a los periodistas y
blogueros que amplifican la ortodoxia del partido único para constatar
la ansiedad y hasta la desesperación que les produce la heterogénea
conectividad de la era global. Las memorias de Fidel Castro, editadas
por la editorial Abril de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba,
aspiran infructuosamente a ser lectura de cabecera para jóvenes cubanos
del siglo XXI.
Benedicto XVI puede declarar Venerable de la Iglesia al padre Varela en
su viaje a la isla
Luego de más de medio siglo el peor efecto de ese persistente culto a la
personalidad no es la simplificación histórica del periodo
revolucionario o el vaciamiento de contenidos ciudadanos de la
experiencia cubana posterior a 1959: es la reducción del pasado
prerrevolucionario cubano a mera pincelada en la memoria de Castro. Una
pincelada en la que grandes y complejas personalidades del siglo XIX,
como Félix Varela y José Martí, tienen valor en la medida que funcionan
como antecedentes del propio Castro.
Sobre la caricatura de José Martí en la historia oficial cubana se ha
escrito mucho y bien, pero sobre la de Félix Varela menos, a pesar de
que su importancia es tanta como la del primero ¿Qué tan conocido es el
pensamiento de Varela, cuya venerabilidad delibera actualmente la
Congregación de la Causa de los Santos en Roma, por la ciudadanía de la
isla? Si, como muchos esperan, Benedicto XVI declara Venerable de la
Iglesia al padre Varela, durante su próxima visita a La Habana, no
estaría de más que el clero cubano o alguno de sus miembros aclaren si
la visión de Varela que sostienen los teólogos vaticanos es la misma que
defienden Fidel Castro y las instituciones culturales y educativas del
Gobierno cubano.
Filósofo moderno, crítico de la escolástica tomista, primero partidario
de Fernando VII, luego liberal gaditano, más tarde republicano
anticolonial y abolicionista y, al final de su vida, sacerdote entregado
a las penurias de su feligresía en Nueva York y San Agustín, Varela no
puede ser considerado precursor intelectual de un régimen de partido
único, basado en la ideología marxista-leninista. A lo sumo podría
aceptarse que la fuerza que posee la idea de justicia en su obra, como
sostuviera Cintio Vitier en su clásico ensayo Ese sol del mundo moral
(1974), es un elemento de la tradición republicana del siglo XIX que, en
efecto, retoman las ideologías revolucionarias del siglo XX cubano.
Pero entre esa observación de Vitier y el estatuto de Varela como
precursor de Fidel Castro y su marxismo-leninismo en Cuba hay un trecho
que no se puede saltar con un mínimo de rigor histórico. No hay manera
de conciliar la Constitución liberal de Cádiz de 1812, que tanto admiró,
estudió y comentó Varela, con las constituciones comunistas de Cuba de
1976 y 1992, que rigen aún la vida pública de ese país caribeño. Varela
fue una buena prueba de que liberalismo y catolicismo, en contra de lo
que auguraban las voces más estridentes de ambas tradiciones, eran
conciliables. El siglo XX, por su parte, demostró que marxismo y
cristianismo tampoco eran corrientes de pensamiento incapaces de dialogar.
Los diálogos entre diversas tradiciones ideológicas han probado ser tan
necesarios como fecundos. Con frecuencia, las mezclas doctrinales logran
acomodar más eficazmente las ideologías a la realidad que los purismos
filosóficos. Pero por mucha flexibilidad que empeñen, las ideas
políticas no pueden eludir contradicciones fatales como la del comunismo
y la democracia, el partido único y los derechos de asociación y
expresión, el totalitarismo y la libertad. Si de ideas políticas se
trata Félix Varela y Fidel Castro no están del mismo lado.
Rafael Rojas es historiador.
http://elpais.com/elpais/2012/02/13/opinion/1329153130_636401.html
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