Friday, September 23, 2011

La máquina del olvido

Historiografía

La máquina del olvido
Rafael Rojas
Ciudad de México 23-09-2011 - 10:34 am.

La nueva historiografía cubana se desconecta de la ideología estatal,
dominante aún en los programas educativos y en los medios de comunicación.

Niños cubanos marchan junto a una réplica del yate Granma durante el
desfile militar por el 50 aniversario de Bahía de Cochinos. (AP, La
Habana, 16 de abril de 2011)

A mediados del siglo XX, el poeta y político martiniqueño, Aimé Césaire,
utilizó la expresión "máquina del olvido" para describir el proceso de
colonización cultural que experimentaban las naciones sometidas, por
siglos, a la limitación de sus soberanías y el saqueo de sus recursos
naturales, por parte de los grandes imperios de Occidente.[1] Afirmaba
Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1955), que la gran
tradición intelectual del humanismo europeo —especialmente, la
francesa—, de De Maistre a Renan y de Bloy a Caillois, había defendido
el colonialismo en nombre de la civilización y la memoria, a la vez que
justificaba o toleraba la aplicación, sobre los pueblos colonizados de
Asia, África y América Latina, de políticas de barbarie y desmemoria.[2]

Césaire se hacía eco de las posiciones de los entonces jóvenes
antropólogos, Michel Leiris y Claude Levi-Strauss, en sus polémicas con
Roger Caillois, y reprochaba a éste su defensa de una jerarquización de
las culturas a favor de Occidente.[3] Lo curioso, concluía Césaire, es
que esa jerarquización se producía dentro de una argumentación, como la
de Caillois, en la que pesaba mucho la defensa de la memoria cultural
como práctica afirmativa de la modernidad occidental y la crítica a los
procesos de mecanización y deshumanización del espíritu que generaba el
capitalismo industrial. Para Césaire, no era en Europa sino en las
colonias del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, donde esa maquinaria
del olvido —"máquina de aplastar, moler y embrutecer pueblos"— lograba
un funcionamiento más perfecto.[4]

Con ironía, a pesar de su inocultable vehemencia, Césaire utilizaba la
metáfora azucarera de la "molienda" —el proceso de moler caña de azúcar
para extraer su jugo— como una figura retórica que identificaba algunos
acentos de ese discurso del olvido. El católico de principios del XIX,
Joseph de Maistre, por ejemplo, practicaba la "molienda mística", el
darwinista de fines del XIX, Vacher de Laopuge, la "molienda
cientificista", y el publicista de principios del XX, Albert Faguet, la
"molienda periodística".[5] Las jergas de cada uno de ellos sobre los
pueblos "primitivos" o "bárbaros" eran dispositivos de moler culturas,
así como la esclavitud y la plantación azucareras eran dispositivos de
moler carne humana.

La resistencia al colonialismo pasaba, según Césaire, por una política
de la memoria, conectada a la identidad cultural de los sujetos
colonizados. Dicha política, que compartieron tantos otros intelectuales
negros de la misma generación, debía restituir legados despojados y, a
la vez, disponer la cultura del colonizado a favor de los elementos
civilizatorios de la propia colonización. No es raro que este
descolonizador y marxista antillano reaccionara contra las obsesiones
anti-hitlerianas del humanismo europeo. Decía, con razón, que las ideas
racistas de los nazis no eran novedad si se les cotejaba con el secular
racismo colonial, que habían fomentado los grandes imperios atlánticos.
La máquina del olvido del colonialismo no era diferente a la de
cualquier Estado autoritario o totalitario moderno que se propusiera
excluir sujetos del pasado, previamente despojados de toda legitimidad
moral o política.

Colonización del pasado

No deja de ser también irónica la pertinencia de estas ideas de Césaire
para pensar el rol que ha jugado la historia oficial dentro del aparato
de legitimación del socialismo cubano en el último medio siglo. El
proceso de colonización mental emprendido por aquellos imperios
atlánticos es sumamente parecido al que puso en práctica el Estado
insular, con el propósito de incorporar, a las formas de identificación
política de la ciudadanía, un relato hegemónico sobre el pasado
nacional. La paradoja reside en que esa colonización mental fue llevada
a cabo en nombre de la descolonización de Cuba, es decir, del rescate de
una soberanía nacional limitada o perdida. La recuperación de la
soberanía por parte del Estado cubano implicó una confiscación de la
memoria de la ciudadanía.

Buena parte de la historiografía y casi todos los textos históricos
producidos por los discursos culturales, las ciencias sociales, los
medios de comunicación y las instituciones educativas del socialismo
cubano, entre los años 60 y 80, sumaron sentidos al relato oficialista
sobre el pasado insular. De acuerdo con ese relato, antes de 1959, Cuba
había vivido bajo una prolongada condición colonial: hasta 1898, como
provincia de España, y de ese año a 1958, como neocolonia de Estados
Unidos. La cultura y, sobre todo, la política, producidas por los
cubanos desde que en los siglos XVII y XVIII surgieran las primeras
señales de una conciencia de alteridad criolla, habían sido propias de
sujetos coloniales.

Lo que de esa cultura y esa política interesaba a los ideólogos del
nuevo Estado —las guerras de independencia, José Martí, el movimiento
obrero, la Revolución de 1933 y algunos líderes del comunismo o el
nacionalismo republicanos como Julio Antonio Mella, Rubén Martínez
Villena o Antonio Guiteras— era aquello que funcionaba como indicio
providencial del triunfo revolucionario de 1959 y su
institucionalización socialista. Los aparatos ideológicos del socialismo
cubano se dieron a la tarea de trasmitir a la ciudadanía la idea de que
Cuba comenzaba a ser una nación-estado, propiamente dicha, a partir de
ese año, y que su máximo líder, Fidel Castro, era el realizador de un
sueño de independencia postergado desde la muerte de José Martí en 1895.

No toda la historiografía de aquellas tres primeras décadas socialistas
suscribió acríticamente el relato oficial y muchos historiadores, aunque
compartieran los valores fundamentales de la ideología revolucionaria,
tampoco dejaron una obra carente de calidad académica. Bastaría, para
conceder esta matización, recordar que en 1964 apareció en La Habana la
primera edición del clásico El Ingenio. Complejo económico social cubano
del azúcar, de Manuel Moreno Fraginals; que a principios de los 60 Julio
Le Riverend dio a conocer sus libros La Habana: biografía de una
provincia (1960) y la edición definitiva de su extraordinaria Historia
económica de Cuba (1963), o que el importante marxista negro Walterio
Carbonell, muy cercano al pensamiento de Aimé Césaire y Frantz Fanon,
escribió el ensayo Cómo surgió la cultura nacional (1961), en el que
criticaba la concepción libresca y aristocrática de la sociedad,
predominante entre los intelectuales cubanos, fueran estos católicos,
liberales o marxistas, y la subvaloración de las tensiones raciales
dentro de la propia ideología revolucionaria.[6]

Tampoco habría que desconocer que en el periodo de máxima sovietización
de las ciencias sociales cubanas —entre 1970 y 1985— la historiografía
demostró mayores resistencias a la ortodoxia que cualquier otra forma
del saber. Por aquellos años iniciaron su obra algunos de los
historiadores que hoy poseen mayor prestigio y reconocimiento académico,
como Jorge Ibarra, Oscar Zanetti, Eduardo Torres Cuevas o María del
Carmen Barcia, y no dejaron de leerse clásicos de la historiografía
liberal y republicana de la Isla como Ramiro Guerra, Emilio Roig de
Leuchsenring, Herminio Portell Vilá o Fernando Ortiz. Fue esta noble
tradición la que protegió a los historiadores cubanos de las versiones
más dogmáticas del materialismo dialéctico e histórico, pero, también,
la que facilitó el acceso a un nacionalismo con frecuencia maniqueo e
intransigente.[7]

Desde fines de los 80, como han documentado Alberto Abreu Arcia, Félix
Julio Alfonso López y Ricardo Quiza Moreno, la historiografía académica
y el ensayo histórico cubanos, dentro y fuera de la Isla, han
experimentado una impresionante renovación, que ha dejado atrás la
mayoría de los tópicos de aquel relato oficial.[8] Una nueva generación
de historiadores dentro y fuera de la Isla, a la que pertenecen los tres
autores mencionados y muchos otros (Marial Iglesias, Reinaldo Funes,
Abel Sierra, Imilcy Balboa, Manuel Barcia, Sergio López Rivero, Julio
César González Pagés, Pablo Riaño, Yolanda Díaz Martínez, Yoel Cordoví,
Jorge R. Ibarra Guitart, Edelberto Leiva, Jorge Núñez Vega, Antonio
Álvarez Pitaluga, Alain Basail, Oilda Hevia Lanier…) ha colocado la
interpretación económica, social, cultural y política del siglo XIX y la
primera mitad del XX fuera del paradigma ideológico tradicional del
socialismo cubano.

El concepto articulador de esta historiografía no es, como en el relato
oficial, la identidad sino la diversidad: diversidad económica, social y
cultural, pero también ideológica, moral y política del pasado cubano.
Estos jóvenes historiadores intentan captar la pluralidad de los sujetos
de la historia, desplazando el interés hacia las sexualidades y los
géneros, las inmigraciones y los exilios, el medio ambiente y la
sociedad civil, el tránsito del trabajo esclavo al trabajo libre, los
conflictos raciales y las polémicas intelectuales, la esfera pública y
la actividad empresarial, las ciencias y las artes, las ceremonias
cívicas y la cultura popular. El corpus historiográfico que ya junta esa
nueva generación impugna el discurso histórico del Estado cubano y, sin
embargo, este último sigue siendo hegemónico en los aparatos
ideológicos, los medios de comunicación y la educación básica y superior.

Un recorrido superficial por los principales títulos de esa
historiografía, en la última década, permitiría advertir que los
períodos más trabajados son el siglo XIX y la primera mitad del XX, es
decir, fase final del orden colonial, hasta 1898, y toda la época
republicana, entre 1902 y 1958. La imagen de ese pasado construida por
la nueva historiografía hace el "cuento al revés" —para utilizar un
título de Ricardo Quiza Moreno— y rescata, bajo el estereotipo de un
periodo "colonial" o "pseudorrepublicano", la riqueza y el dinamismo de
una economía, una sociedad y una cultura en proceso de cambio
político.[9] Un estereotipo que, aunque se debilita y se caricaturiza,
no deja de abandonar la centralidad discursiva de la esfera pública
insular.

La mayoría de los referentes teóricos de esa nueva historiografía
proviene de autores que se adscribieron o se aproximaron al marxismo
crítico occidental: Michel Foucault y Pierre Bourdieu, Eric Hobsbawm y
E. P. Thompson, las escuelas de los Anales y de Frankfurt, los estudios
postcoloniales y subalternos, el postestructuralismo y el
multiculturalismo. El repertorio ideológico que se desprende de ese
campo referencial es, por tanto, discordante del marxismo-leninismo
estalinista y soviético, que aún se sostiene como ideología de Estado en
la Constitución socialista vigente de la Isla, y con el nacionalismo
revolucionario, que nutre toda la simbología oficial cubana. Esa
discordancia teórica entre la nueva historiografía académica de la Isla
y una ideología estatal que, según el artículo 39° constitucional, rige
la política cultural y educativa del gobierno, entraña uno de los
desencuentros más sintomáticos de la vida intelectual cubana.

La historia oficial advierte su creciente deterioro en el campo
intelectual y académico y pelea por su sobrevivencia. En esos
menesteres, uno de sus métodos más socorridos es aislar el período
revolucionario del revisionismo historiográfico que avanza en las
publicaciones universitarias y literarias. Ese aislamiento tiene a su
favor no solo el control de los archivos y las principales fuentes
primarias de la historia cubana, de 1959 para acá, sino la propiedad
absoluta e inalienable de todos los medios de comunicación. La
celebración del cincuentenario de la Revolución Cubana, por ejemplo, en
los principales medios electrónicos e impresos de la Isla, siguió
lealmente las pautas de ese relato oficial, en lo referido a los actores
fundamentales de la oposición violenta y pacífica a la dictadura de
Fulgencio Batista y a las ideas, instituciones y leyes promovidas por
las distintas organizaciones revolucionarias.

El contraste entre la flexibilidad de la historiografía sobre las épocas
coloniales y republicanas y la rigidez de la historia oficial
revolucionaria es perceptible en algunos volúmenes en los que conviven
historiadores oficialistas y críticos, como La historiografía en la
Revolución Cubana. Reflexiones a 50 años (2010), editado por el
Instituto de Historia de Cuba y compilado por Rolando Julio Rensoli
Medina, o en las pocas investigaciones que, desde la Isla, intentan
avanzar en una pluralización de los sujetos revolucionarios, como son
los casos de El fracaso de los moderados en Cuba. Las alternativas
reformistas de 1957 a 1958 (2000) de Jorge Renato Ibarra Guitart o de
Ideología y Revolución. Cuba, 1959-1962 (2004) de María del Pilar Díaz
Castañón. [10]

Entre estos recientes acercamientos críticos a la historia de la
Revolución, a los que habría que agregar algunos estudios publicados
fuera de la Isla, como Inside the Cuban Revolution (2002) de Julia E.
Sweig o The Moncada Attack (2007) de Antonio Rafael Antonio de la Cova,
destaca, por su contemporaneidad conceptual y su apuesta
desmitificadora, El viejo traje de la Revolución. Identidad colectiva,
mito y hegemonía en Cuba (2007) de Sergio López Rivero. La rareza de un
libro como el de López Rivero, en el que se estudia la construcción de
la hegemonía del grupo de Fidel Castro dentro de la heterogénea clase
política revolucionaria, es reveladora del predominio del discurso
oficial en la historiografía sobre la Revolución.[11] El libro de López
Rivero, editado por la Universidad de Valencia no está, desde luego,
mencionado en las escasas cinco páginas que Arnaldo Silva dedica a la
historiografía del período revolucionario en el citado volumen del
Instituto de Historia de Cuba.[12]

Un fenómeno distintivo de la actual fase decadente de la historia
oficial cubana es que, por lo visto, se niega a superar su larga etapa
de testimonio y a acceder a la reinterpretación crítica de fenómenos,
como la plural insurrección antibatistiana o la transición al socialismo
entre 1959 y 1961, que dotan de identidad ideológica, moral e, incluso,
afectiva al Estado cubano. Algunos de esos testimonios, como los de Luis
M. Buch y Reinaldo Suárez en Gobierno revolucionario cubano (2009) o de
Ramón Pérez Cabrera en De Palacio hasta Las Villas (2006), son de un
valor inestimable, pero otros, más centralmente ubicados en los medios
de comunicación nacional, como La contraofensiva estratégica (2010) y La
victoria estratégica (2010) de Fidel Castro, reiteran las líneas
maestras del relato oficial cubano y las ponen a circular de manera
masiva y subsidiada entre la ciudadanía de la isla.[13]

Orgullo oficialista

El tema se discute con pasión en España y en casi todos los países
latinoamericanos, especialmente, en México. Algunos libros recientes,
como El sonido y la furia (2004) de José Antonio Aguilar, Contra la
historia oficial (2009) de José Antonio Crespo, Historia y celebración
(2009) de Mauricio Tenorio, Elegía criolla (2010) de Tomás Pérez Vejo o
De héroes y mitos (2010) de Enrique Krauze, se han enfrentado a la
acumulación de mitos que el nacionalismo revolucionario construyó en
torno a períodos, sobre todo épicos, de la historia de México como la
Conquista, la Independencia, la Reforma o la Revolución, y a las
visiones maniqueas o caricaturescas de experiencias históricas que
equivocadamente se asocian con la involución o la decadencia nacional
como el virreinato de la Nueva España, los imperios de Iturbide y
Maximiliano o el Porfiriato.[14]

Pero en México o en España el debate sobre la historia oficial parece
haber llegado a un punto de mayor intensidad y ya comienza a dar la
vuelta. Como ha descrito Aguilar, cuando en 1992 apareció una nueva
versión de los libros de texto de historia de México, para la enseñanza
básica, que cuestionaba, con mayor o menor consistencia, algunos de
aquellos mitos nacionalistas, la reacción de la opinión pública fue tal
que en 1994 apareció otra edición de los mismos que eliminaba las partes
polémicas y avanzaba tímidamente por el camino revisionista.[15] En
España, una verdadera revuelta mediática contra las entradas que el
nuevo Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia
consagraba a Francisco Franco, la guerra civil, la República y la
dictadura, en la que intervino el propio gobierno, ha provocado una
revisión y una reedición del texto.[16]

Polémicas como esta, en la que la historia oficial y la historia crítica
miden sus fuerzas en la opinión pública, son inconcebibles en Cuba. No
porque no tenga lugar una querella historiográfica entre el viejo relato
legitimador de la Revolución y las nuevas corrientes revisionistas sino
porque los medios de comunicación están totalmente controlados por el
Estado. Además de esa limitación institucional, sucede también que los
historiadores oficiales no se asumen como tales, sino como "críticos del
imperialismo", o lo hacen luego de caricaturizar a la historiografía
desmitificadora, sobre todo a la que se produce fuera de la Isla, como
discurso "mercenario". Es cierto que en publicaciones académicas y
literarias, como las revistas Temas o La Gaceta de Cuba, han aparecido,
desde mediados de los 90, ensayos que cuestionan el dogmatismo
historiográfico heredado de los años 70, pero esas críticas no logran
acceder a los medios masivos de comunicación como en cualquier
democracia del planeta.

En el citado libro, La historiografía en la Revolución Cubana (2010),
coordinado por Rolando Julio Rensoli Medina, por ejemplo, junto a
colaboraciones de la mayor pertinencia e interés como las de Ovidio J.
Ortega Pereyra sobre historiografía prehispánica, de Mercedes García
Rodríguez sobre historia colonial, de Rolando García Blanco, Arturo
Sorhegui D'Mares, Rolando Julio Rensoli Medina e Israel Escalona Chávez
sobre la historia regional y local, de Yoel Cordoví sobre las narrativas
e interpretaciones de la Guerra de los Diez Años, de Roberto Pérez
Rivero y Servando Valdés Sánchez sobre la historia militar y la
insurrección de 1956 a 1958, de Gloria García Rodríguez sobre estudios
raciales, de Nicolás Garófalo Fernández sobre historia de la medicina y
de Ricardo Quiza Moreno sobre "los trabajadores, como sujetos olvidados
en la historiografía cubana", aparecen textos que no sólo suscriben el
relato oficial sino que lo defienden de las críticas de otros
historiadores cubanos a quienes llaman, antidemocráticamente, "enemigos".

En el ensayo introductorio, los historiadores Mildred de la Torre
Molina, autora de un importante estudio sobre el autonomismo
decimonónico, y Felipe de Jesús Pérez Cruz, estudioso de la América
Latina contemporánea, luego de afirmar como autoridades teóricas básicas
de la historiografía insular a Marx, Engels, Lenin, Martí y Fidel, señalan:

"Nuestros enemigos y adversarios utilizan la historia como arma de
subversión y diversionismo ideológico-cultural. En la emergencia de la
efemérides del Cincuenta Aniversario del triunfo de la Revolución, no
podían faltar tanto la virulencia de los esbirros y malversadores
derrotados, como los juicios más sosegados (itálicas de los autores) de
los mercenarios de academia, amancebados con los fondos del Gobierno
estadounidense y los premios de las editoriales e instituciones que
alientan la contrarrevolución."[17]

El también historiador Raúl Izquierdo Canosa, experto en temas de
historia regional, entra de lleno en el debate entre historia oficial e
historia crítica, aunque sin mencionar con nombres y apellidos a quienes
practican esta última. A su juicio, quienes utilizan el primer término
son sólo los "cubanólogos", es decir, los historiadores que aunque
nacidos en la Isla viven fuera de ella. Sin embargo, en su respuesta a
estos últimos, Izquierdo habla de una "crítica en el patio":

"Los señalamientos críticos a la historiografía que se hacen en el patio
y a los historiadores que la escriben, tienen un matiz eminentemente
ideológico, ya sea por lo que escriben o por los salarios que reciben de
una institución estatal. Empleando su misma lógica de razonamiento
pudiéramos preguntarles a aquellos que desde afuera se dedican a
criticar a nuestros historiadores: ¿para quién trabajan y cuánto les
pagan? ¿Por qué y para qué escriben y con qué propósito lo hacen? ¿En
qué categoría de historiadores podrían conceptuarse los que así actúan?"[18]

Y concluye:

"Quizás pudiéramos inducir que se trata de un mercenarismo intelectual;
de algo tienen que vivir y para algún amo trabajan. Sus objetivos, sus
fines y medios están claros: confundir, socavar, quebrar la voluntad del
pueblo; crear dudas y fomentar la división entre los ciudadanos. Tal vez
pudiéramos denominarlos historiadores oficialistas del pensamiento
hegemónico del neoliberalismo conservador o del capitalismo (itálicas
del autor), en definitiva esos, son los ideales e intereses que
defienden, a ellos les pagan sustanciosos sueldos por lo que escriben en
contra de los dirigentes y la historia de nuestro país. Analizando bien
el problema y por tratarse de una posición ante la vida y la sociedad y
un compromiso con su pueblo y con la patria; por esgrimirse razones y
argumentos de carácter político e ideológico, no tenemos que
avergonzarnos ni sonrojarnos cuando los eternos enemigos políticos de la
Revolución y del pueblo cubano (mercenarios intelectuales del
capitalismo) nos llamen historiadores oficialistas (itálicas del autor).
Al contrario, ejercemos ese oficio con mucho orgullo, dignidad y a mucha
honra."[19]

De la Torre, Pérez Cruz e Izquierdo Canosa hablan en nombre de todos los
historiadores de la Isla, pero sus referentes teóricos, metodológicos e
ideológicos son distintos a los de los jóvenes historiadores críticos.
Es cierto que unos y otros son, predominantemente, marxistas, pero el
marxismo de los oficialistas es el marxismo-leninismo-fidelista, en la
acepción constitucional y doctrinaria que el mismo posee en la ideología
del Estado cubano, por lo menos, desde 1976, mientras que el marxismo de
la nueva historiografía es una asimilación heterodoxa del pensamiento de
Marx a las corrientes contemporáneas del postestructuralismo, la
postmodernidad, el multiculturalismo y los estudios subalternos y
postcoloniales. La distancia entre ese viejo marxismo-leninismo, de
corte soviético, y el neomarxismo actual es tan grande como la que
existía, en el siglo XIX, entre el conservadurismo y el liberalismo.[20]

La historiografía neomarxista entiende que los conflictos de clases son
importantes pero no los únicos ni los determinantes de todas las
tensiones del orden social. Esa historiografía no asume, por tanto, el
partidismo ideológico y político a la manera del viejo
marxismo-leninismo. Su visión de la modernidad tampoco es totalmente
negativa, ya que no interpreta este concepto como sinónimo de
capitalismo. Al abandonar el economicismo del antiguo materialismo
histórico, los jóvenes historiadores se acercan a la historia de las
culturas, las sociabilidades y las mentalidades, captando el intenso
proceso de heterogeneización social que vivió Cuba entre el siglo XIX y
la primera mitad del XX. Esta apuesta teórica y metodológica produce una
visión del pasado prerrevolucionario contradictoria con la establecida
en la Constitución de 1976, reformada en 1992 y 2002, en los documentos
oficiales del Partido Comunista de Cuba y en los discursos de los
máximos dirigentes del país.

La desconexión entre la nueva historiografía y la ideología histórica
del socialismo insular es un signo de la cultura cubana contemporánea.
Un desencuentro que, aunque actúa en favor de una democratización del
sistema político de la Isla, tampoco implica la ruptura entre los
historiadores y las instituciones del Estado. Estas últimas, a pesar de
haber sido diseñadas de acuerdo con una ideología obsoleta, aprenden a
tolerar e, incluso, a fomentar el nuevo saber histórico. No es, sin
embargo, en las viejas instituciones o en la propia obra académica e
intelectual de las nuevas generaciones donde se está produciendo el
cambio más profundo de visiones sobre el pasado cubano: es en la
ciudadanía de la Isla, que comienza a descolonizarse culturalmente por
medio del contacto con una idea plural de la nación y su historia. Son
esos ciudadanos los que se rebelan contra la máquina del olvido que hizo
andar, por medio siglo, la legitimación del socialismo cubano.

[1] Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, Madrid, Akal, 2006, p. 26.

[2] Ibid, pp. 16-24.

[3] Ibid, p. 37.

[4] Ibid, p. 43.

[5] Ibid, p. 24.

[6] Walterio Carbonell, Cómo surgió la cultura nacional, La Habana,
Biblioteca Nacional José Martí, 2005, pp. 23-32 y 65-86. Ver también
Ariana Hernández Reguant, "Aimé Césaire y Cuba" .

[7] En mi libro Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia
intelectual de Cuba (Madrid, Colibrí, 2008) se propone una valoración
crítica de ese legado historiográfico.

[8] Alberto Abreu Arcia, Los juegos de la Escritura o la (re)escritura
de la Historia, La Habana, Casa de las Américas, 2007, pp. 223-246;
Félix Julio Alfonso López, "Las armas secretas de la historia" ; Ricardo
Quiza Moreno, "Historiografía y revolución: la nueva oleada de
historiadores cubanos", Millars, Revista del Departamento de Historia,
Geografía y Arte de la Universidad Jaume I, Núm. XXXIII, 2010, pp. 127-142.

[9] Ricardo Quiza Moreno, El cuento al revés. Historia, nacionalismo y
poder en Cuba (1902-1930), La Habana, Editorial Unicornio, 2003, pp. 20-33.

[10] Rolando Julio Rensoli Medina, coord., La historiografía en la
Revolución Cubana. Reflexiones a 50 años, La Habana, Editora Historia,
2010, pp. 19-35.

[11] Sergio López Rivero, El viejo traje de la Revolución. Identidad
colectiva, mito y hegemonía política en Cuba, Valencia, Universidad de
Valencia, 2007, pp. 137-156.

[12] Rolando Julio Rensoli Medina, Op. Cit., pp. 97-101.

[13] Luis M. Buch y Reinaldo Suárez, Gobierno revolucionario cubano.
Primeros pasos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2009; Ramón
Pérez Cabrera, De Palacio hasta Las Villas. En la senda del triunfo, La
Habana, Centro Nacional de Derechos de Autor, 2006.

[14] José Antonio Aguilar, El sonido y la furia. La persuasión
multicultural en México y Estados Unidos, México D.F., Taurus, 2004;
José Antonio Crespo, Contra la historia oficial, México D.F., Debate,
2009; Mauricio Tenorio Trillo, Historia y celebración, México D.F.,
Tusquets, 2009; Tomás Pérez Vejo, Elegía criolla. Una reinterpretación
de las guerras de independencia hispanoamericana, México D.F., Tusquets,
2010; Enrique Krauze, De héroes y mitos, México D.F. Tusquets, 2010.

[15] José Antonio Aguilar, Op. Cit., pp. 25-42.

[16] Tereixa Constenla, "Franco, ese (no tan mal) hombre".

[17] Rolando Julio Rensoli Medina, coord., La historiografía de la
Revolución Cubana. Reflexiones a 50 años, La Habana, Editora Historia,
2010, p. 34.

[18] Ibid, p. 38.

[19] Ibid, pp. 38-39.

[20] Para la diferencia entre marxismo-leninismo y neomarxismo crítico
ver Elías José Palti, Verdades y saberes del marxismo. Reacciones de una
tradición político ante su "crisis", Buenos Aires, FCE, 2005.

http://www.ddcuba.com/cultura/7107-la-maquina-del-olvido

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